Desorden que me matas, desorden que te quiero

Me duelen los pies...Es como si me hirvieran por el efecto del tupido manto de una noche de verano, como si se revelaran por haber caminado tanto… La cabeza, menos mal con cierta indulgencia, vira buscando un equilibrio entre las risas que se amontonan a mi lado y por ese vino, que no ha sido el único, y que sujeto entre las manos pasada la medianoche. La caricia de la brisa que se cuela por debajo de mi pelo resulta gratificante. Hace calor. Contemplo los animados rostros que conversan conmigo y la naturalidad con que decimos tonterías, con despreocupación, sin estar alerta por nombrar algo que no sea apto para el público infantil. Y es que hoy no hay niños. Hemos salido con amigos dejando a nuestros retoños a buen recaudo.

Esa madre, es decir, yo misma, que poco antes, se había sentido medio histérica organizando cada detalle para evitar imprevistos en su ausencia; esa mujer que se había declarado culpable por arrancar al día un tiempo y al calendario un día de entre tantos, para estar a solas como adulta un rato; esa persona que había buscado argumentos para autoconvencerse de que también ella tenía derecho a divertirse, ahí estaba, en ese preciso instante,  disfrutando como una cría, embutida en el momento sin acordarse siquiera de sus hijos. Desconectada de una realidad absorbente, exigente y demoledora. Aunque tan hermosa.  

Soy yo quien coge la mano de mi esposo mientras escucho, con atención, el final de un chiste realmente malo que cuenta un amigo. Y puedo hacerlo sin interrupciones. Soy yo quien accede a compartir otra cerveza con mi prima mientras hablamos de las cosas de la vida. Sin que nadie me pida patatas o que le acompañe al baño. Soy yo quien participa en una cháchara que poco tiene que ver con críos ni con el cole ni con los horarios ni con sus actividades. Y logro terminar la frase. Yo quien comento cómo está hecho añicos el mundo o cómo mi vecina se ha ido al extranjero por trabajo. Yo quien siento el plañir de la gente de fiesta pasando a mi lado, sin angustiarme por la muchedumbre que agita tanto a los peques . Y el calambre por estar de pie, en medio de tanto jaleo, casi lo echaba de menos...

Parece mentira cuánto nos cuesta encontrar un hueco para nosotras mismas. Cuánta culpa nos echamos a la espalda por querer apresar un poco de aire fresco y salir por patas de nuestra rutina; por desear rodearnos de diálogos distintos o de compañías adultas que nos permitan poner en stand by esa antena maternal que mantenemos siempre alerta. Cómo nos abandonamos a la locura de la inercia de nuestras costumbres diarias y olvidamos que somos personas, además de madres. Y cuánto nos agradecemos, sin embargo, el concedernos esas oportunidades de ocio y dispersión. Cómo nos relajamos según vamos orientando nuestros pasos hacia el bar de antaño, que hacía un siglo no pisabamos, sabiendo que no tenemos que preocuparnos por nadie. Que podemos caminar sin  mirar atrás y sin gritar «cuidado con la gente» o «dame la mano para cruzar». «¿te has comido el bocadillo?» «¿qué te he dicho del balón?»...Ahhh….¡Qué paz! ¡Qué difícil contener esa sonrisa de triunfo, ese gesto travieso de chiquillas que están haciendo algo prohibido!...

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Es, desde luego, reconstituyente. Una experiencia necesaria para regresar a mi punto zen, a ese lugar que la maternidad había dispersado hacía ya unos años. Puedo mirarme al espejo, aunque no tenga ninguno delante, y verme como mujer. Sentir que soy yo sin la obligación de dar respuesta a preguntas o exigencias continuas. Sin tener que mediar en peleas o alzar la voz cuando el cansancio ya apremia. Yo, al margen de quehaceres que parece que no terminan nunca. Sin vigilar, sin estudiar peligros que puedan brotar de nada, sin decir que no un millón de veces o hartarme de repetir las cosas como si estuviera hablando con la pared. Una sensación casi ajena, lejana, extraña...hay  silencio en mi mente.

De todas formas, no hacemos muy tarde porque la práctica ya perdida en estos menesteres y la fatiga acumulada durante meses, ¡qué digo!, años, ha hecho mella en nuestro cuerpo a pesar de los esfuerzos por prolongar la juerga una hora más. Nos despedimos del grupo entre carcajadas preñadas de entusiasmo y abrazos afectuosos, de esos que, en este contexto, se acentúan un poco...Y regresamos a casa. Tranquilos, relajados, esparcidos…

Y estando ultimando el ritual que precede al abordaje de la cama las veo, allí en medio de nuestro baño. Sus ropitas diseminadas por entre los ángulos y anchuras de un habitáculo pequeño y húmedo. En cualquier otro momento, hubiera puesto el grito en el cielo inquiriendo orden y concierto, algo de ayuda y colaboración por su parte. Hubiera exigido que dispusieran sus prendas sucias en la cesta para lavar o que hubieran recogido sus cosas y adecentado el cuarto (aunque no a estas horas, claro). Se me hubiera hecho cuesta arriba pensar en insistir hasta la saciedad para que me hicieran caso...y, sin embargo...las observo con alivio…Como quien admira un oasis, confuso y desarreglado, pero rebosante de vida y de amor.  Como quien se topa de frente con una aparente anarquía que no es más que una fachada que oculta un jardín florido y hermoso. Como quien, cree haber soltado amarras por un instante y, en el fondo, ha solo cogido aire fresco para izar las velas, aprovechar la fuerza del viento y continuar dirigiendo el navío.

Así que puedo decir que salir de farra me ha sentado muy bien. He respirado y me he oxigenado, si, señor. De hecho he sentido mi mente menos aturdida. Como más descansada. Y, tal vez por este motivo, al volver a casa y tropezar con la huella del desbarajuste infantil tan propio de ellos y de su edad, en lugar de enfadarme, he experimentado gozo. He degustado el sabor del hogar. Me he percatado con lucidez de la suerte que tengo de tenerles a ellos; de que estén alborotando a mi alrededor aunque, en ocasiones, me lleven por el camino de la amargura. He reparado en que su caos, a fin de cuentas, no es más que la prueba de que dos estrellas alumbran mi firmamento…

¿Debería organizar otra velada el mes que viene?...

 

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