Enamorarse. Enamorada

Dijo Andy Wahrol que hay que enamorarse con los ojos cerrados porque, al cerrarlos, puedes sentir la magia. Supongo que se refería al hecho de que, en el silencio ausente de formas y colores, brota la verdad de nuestro corazón sin restricciones y escapamos a las garras de una mente que solo entiende lo que ve, lo que oye, lo que toca, lo que cata, lo que huele. Presumo que sugería que, solo sumergiéndonos por dentro, somos capaces de escuchar los pálpitos más audaces, las voces más sinceras, los cánticos más celestiales. Y que únicamente así podemos contemplar esa chispa, única e irrepetible, que nos revela evidencias que, de otra manera, pasarían inadvertidas.  Y si, al entornar los párpados y prohibir la vista, percibimos el impacto de una explosión sin sentido y tan hermosa, entonces…es que estamos enamorados.

madre-hijo-amorPor eso, creo que estoy enamorada. Y lo estoy desde aquél primer día que supe que venías. Locamente hechizada por un ser al que ni siquiera conocía, a quien no había visto, a quien imaginaba tan solo cuando cerraba los ojos. Cuando arrojaba por la borda todos mis miedos y cada una de las locuras de mis pensamientos descontrolados; cuando no veía ni la acera de enfrente; cuando abrazaba la cúpula de mi barriga en cuarto creciente, y sonreía. Porque intuía con nitidez la esencia de esa personita que prosperaba en mi vientre. Que eras tú. Hablábamos sin decir una palabra. Nos mirábamos sin exhibir nuestras pupilas. Y a veces también lloraba pues en la soledad adivinaba tan cierta tu compañía. Así que, como decía Wahrol, era en el esplendor de mi propia mirada obstruida, que sentía la magia deambulando por entre mi pecho y mis costillas. Mariposas que me revoloteaban curiosas y me encogían las entrañas al pensarte.

Dicen muchas otras cosas. Que enamorarse es sentirse encantado por algo que solo puede encantar si es o parece ser perfección.Y tú me pareces perfecto. ¿Qué puede haber más completo que la obra de un Universo en movimiento que se ha cultivado suspendido entre los vértices de mi cadera? ¿Qué puede haber, bajo la estela de un firmamento infinito, más extraordinario que tus manitas o tus pies o tus labios formados bajo el abrigo de mi tripa? Dime, pequeño mío, ¿qué hay más grande que tu sola existencia, que el presenciar el devenir de tu carácter, de tus gustos, de tu vida; que asistir al despliegue de tu espléndido ser entre las cuatro paredes de mi propia casa? ¿Qué más puedo pedir tras haberme convertido en tu punto de partida, guarida eterna a la que podrás siempre regresar? ¿Qué hay más sublime que besarte y abrazarte y sonreír contigo? Eres el ejemplo más genuino y certero de la perfección en estado puro. Y el conjuro de tu arribo ha conquistado cada pizca de mi alma.

Enamorarse. Algunos añaden que da coartada a toda la desesperación aleatoria que vamos a sentir en la vida de todos modos. Que es un sentimiento, un estado del ánima que nos brinda consuelo cuando el mundo se nos echa encima. Que, en medio del fango y del caos que pueblan la tierra; entre roturas y desgarros y carros preñados de muertos, resucitamos si estamos enamorados. Que recobramos el aliento que nos había robado el viento frío del Norte y que vuelve la sangre a discurrir por nuestras venas. Que nuestras bocas, consumidas por las derrotas y las desilusiones, rescatan el tacto húmedo del rocío para volver a lanzar los besos. Aquellos besos que se perdieron con el paso de tantos de esos fieros avatares a los que se supone avocada nuestra existencia.


Y es cierto. Eres tú quien da sentido al vacío que a veces me abofetea el alma y me impide caminar derecha.  Es en ti que busco refugio cuando me asolan las tristezas. Y así, cuando no acierto a vislumbrar ninguna luz al final del túnel, despacho el horror de mi mente torturada y te busco entre las tinieblas.  E intento distraerme con esa risa que te explota cuando te hago cosquillas o con esas palabras desiguales que nos regalas y que nadie logra adivinar. Me sumerjo en el encanto de tu piel recién bañada y en esos coloretes que te florecen cuando llega la primavera. Bailamos aunque no tenga ganas y escucho atenta la retahíla de aventuras que te inventas antes de cenar. Con la varita mágica de tu imaginación desbocada y tontorrona, enciendes la sonrisa que se había extinguido bajo las grutas de mi pesar. Y, por un instante o ciento, regreso contigo a nuestro hogar.

También definen enamorarse como morirse de miedo sin poder dejar de sonreír. Como perderlo todo para ganarlo todo; como desechar las propias vestiduras dejando a la vista tu talón de Aquiles y aún así sentir que puedes comerte el mundo. Sufrir por el otro aunque la aflicción no sea tuya; alegrarse por logros que no te pertenecen; ceder solo por el placer de provocar un gesto de dicha. Reventar por dentro en un cóctel de emociones imposibles de describir. Y morir un poco. Y, en realidad, en cierto modo yo muero por ti. Lo hago cada vez que te abates, que te equivocas, que te hieres, que bregas sin que yo pueda ayudarte. Muero al toparme con las fronteras de tu libertad porque a veces yerro pensando que eres mío. Y finjo que no me he dado cuenta. Muero preocupándome antes de tiempo, previendo los peligros, azotándome con la idea de todas las amenazas que transitan por las calles que podrían arremeter contra ti. Vivo impregnada de un amor que no me deja dormir.

Así que, por todo lo anterior, parece evidente que estoy enamorada.  Pero por primera y única vez no pido nada a cambio, no exijo ni aplico cláusulas, no genero expectativas de correspondencia aunque las deseo, no busco regalos, ni palabras bonitas, ni cuidados, ni atenciones. Por primera y única vez sé, a ciencia cierta,  que nunca abandonaré. Hijo mío, jamás claudicaré aunque tú me dejes o te alejes de mi lado. Tenderé mi mano, aunque me la desgarre el cierzo, para levantar tus pasos si se esfuman tus huellas. Abriré mi pecho tan ancho como pueda para que quepan en él todas tus penas. El día que yo muera anclaré mi alma muy cerca de la tuya para que no sientas ni un poquito mi falta y surcaré el tiempo con la esperanza de que el destino consienta que volvamos a vernos.

Y es que, tesoro mío, he podido pensar en el pasado que conocía el significado del amor. Pero eran vertientes imperfectas sujetas a firmas y garabatos sobre papel. Relaciones siempre dependientes de compromisos, de explicaciones, de reintegros y reembolsos que a veces se quedaron por el camino. Pero contigo es diferente. Contigo he aprendido a amar de verdad. He degustado por primera vez ese sentimiento puro, eterno, imbatible y grandioso que escapa a toda lógica y entendimiento, que burla las cadenas del tiempo y del espacio, que sortea  la terquedad de los propios deseos y la propia fragilidad humana. Contigo, vida mía,  he tocado de lleno el cielo.

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