Mala, malísima

Es una mirada robada a la ira y a la desilusión; un aguijonazo contenido bajo el arco de unas cejas encrespadas y algo insolentes; un fugaz zarpazo asestado con indignación; un modo de rebelión surgido en medio del caos y de la frustración. Es su forma de defenderse mientras sus labios me tildan de mala. Malvada por no permitir que endulcen sus bocas con otro pedazo de chocolate o por no transigir con la hora de acostarse. Perversa por confiscarles sus bolsas de chuches; por castigarles si alzan la mano porque no es modo de comunicarse ni de expresar enfado; por exigirles que terminen la comida que serví en sus platos; por obligarles a deglutir algo verde e insípido que en nada se parece a los tortellini que se comieron el sábado. Cruel como esas brujas que raptan princesas o les ofrecen una manzana envenenada.

Soy como ese «Paco, el de las rebajas» que embiste contra todo aquello que destila magia, encanto, alegría, libertad, independencia y diversión. La arpía que controla el tiempo que se puede pasar jugando a la Tablet o a la Wii; la que extingue el hechizo de todas esas virguerías y retos que dan sentido al tiempo muerto o que destierran al reino de los difuntos el propio aburrimiento. Maléfico ser que repite las cosas mil y una veces; que grita porque naufraga en un desorden de ropa sucia que forra el suelo desde el salón hasta la habitación; que se tira de los pelos porque arreciaron las migas y los trocitos de quién sabe qué sobre el impoluto espacio que hacía dos minutos había sido bendecido con la gracia del aspirador.

Un ser molesto e irritante que solo piensa en que la casa esté limpia, las cosas en su sitio, las reglas acatadas. Vamos, alguien que no vive la vida, que se estresa demasiado, que exaspera con sus idas y venidas, con sus exigencias y sus cortapisas. Por eso creen que no se pueden estar tranquilos porque, cuando menos se lo esperan, amanezco en el horizonte de sus antojos y caprichos para arrojarlo todo, sin que me tiemble el pulso, al abismo del «eso no se puede» o del «eso no debes». Y se indignan con la injusticia, no entienden el motivo de tener que renunciar a lo que realmente les apetece, el por qué no pueden responderme con la ligereza con la que replican a sus amigos, la razón de que a otros les permitan lo que yo les niego.


Así que soy mala, malísima, la infame y perfecta representación de la villanía. Y claro que me duele. Quizá por eso precipito mis manos al vacío hasta dar con la vara de la culpabilidad, esa que me retuerce la mente con recuerdos de aquellos arrumacos con los que los arropaba de bebés, con el no dormir y con el hacerlo mejilla con mejilla, con la distensión de un día a día preñado de tantas cosas y de tan pocas reprimendas…Me tensa las sienes hasta lograr que dude de mis actos y me plantee si no estaré exigiendo demasiado. Quizá peque de severidad, tal vez debería relajarme un poco… ¿Y si no lo estuviera haciendo bien? ¿Y si dejaran de quererme a pesar de todos mis besos? Puede ser que me esté excediendo con los límites y que así los convierta en prisioneros de una parálisis contraproducente o en individuos que serán incapaces de actuar y de tomar sus propias decisiones…

Después, cuando la culpa ha extraído la pulpa de mis emociones y ha vertido ese sangriento cóctel sobre mi alma, menos mal, llega la calma. Y me abandono a la certeza de que no puedo dejarles solos; de que no puedo permitir que avancen por una carretera sin carriles, sin señales, sin normas de circulación, sin carné en sus bolsillos. Compenso el desagravio de las acusaciones que he lanzado contra mí con la convicción de que no aprende a quien no se le enseña y de que es mi deber mostrarles las pautas y los códigos sobre los que podrán apoyar el día de mañana el ejercicio de su propia libertad. Invoco el perdón para mis propios actos, para mis errores, para mis dudas y para mis huecos sin respuesta porque sé que debo ejercer de madre. Aunque tantas veces duela. Aunque la mayor parte de las veces nadie te advierta de que la maternidad es una condición tan hermosa como ardua, tan perfecta como imperfecta, tan inexplicablemente mística, tan odiosamente humana. Un estado del ser en el que es difícil saber si aciertas porque nada ni nadie te brinda garantía alguna. Sola ante el peligro, como en un film del viejo oeste en el que, pistola en mano, esperas acabar con todos los malos sabiendo que, sin embargo, podrías equivocarte o fallar el disparo. Consejos y guías no faltan pero la última decisión es la tuya.

Y al reflexionar, al tratar de dilucidar si debería ser más compasiva, más negligente, más amiga, más colega, más permisiva, más laxa...me digo que prefiero ser lo contrario. Y elijo serlo a pesar de que el precio sea enfrentarme a sus furiosas caras, a sus enojos o a sus airados gestos, a todos esos reproches que avientan impunemente sin ser conscientes de cuánto me agrietan el alma; de cuánto daría por pasarme la vida tan solo comiéndomelos a besos. A nadie le gusta ir contracorriente, discutir, enfadarse, encontrarse en medio de una disputa, negociar cada pequeño detalle, darse de bruces contra la pared porque no hay manera de entenderse y, al final, ser tajante. A nadie le apetece saltar obstáculos todo el santo día ni romperse la crisma en el intento. Pero entiendo que vale la pena.

Creo que ser la mala es una inversión de futuro, una enigmática promesa de que esos hijos sometidos a toda esta malignidad nuestra, a esos límites que tan injustos les parecen ahora, a horarios restringidos, a pautas que les pesan porque no son las suyas, un día serán personas educadas y respetuosas, gente de bien, honesta y autónoma. Asegurarlo no se puede pero pienso que adiestrando en la tolerancia, en las buenas formas, en la honradez y en todos esos valores que admiramos y que se aprenden en la niñez domada con el rumbo de unas normas, algo, tanto como algo ya conseguiremos. No que sean mejores o peores, más listos o más guapos, más veloces o más ricos, sino al menos buenos. Y si para ello debo encasquetarme la capa negra y el gorro en punta, el dedo índice afilado y siempre alerta, el pintalabios morado para convertirme en la bruja de este cuento, que así sea. Seré la mala malísima de esta historia que corregirá cuanto estime oportuno y, aunque no lo entiendan todavía y tal vez no lo hagan nunca, es esta la mayor ofrenda que puedo brindar a esos adultos que serán en el futuro.

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