Por ti valió la pena


maternidad

Nadie me lo advirtió. Nadie me dijo que tener hijos tenía un precio. Y, si lo hicieron, sus palabras se esfumaron en mi memoria como la ceniza se desvanece con el viento. Me arrojé a los brazos de esta maravillosa aventura de la maternidad siguiendo el rastro de mi instinto, de mi alma, de mi corazón colmado de amor. Lo hice porque me lo suplicaban mis sueños, de noche y de día, o porque, tal vez, sentía el delirio de tu voz deseosa de vida mientras dormía. Supongo que no podía demorarlo más, que sentía que el encuentro de nuestras almas debía hacerse carne y, sin quererlo pero queriéndolo, mi vientre floreció para saciar aquella extraña, impetuosa e ineludible sed. La tuya, que me invocaba desde las estrellas, y también la mía.

Me quedé embarazada y, mientras se esculpía tu cuerpo bajo el mío, reparé en que no solo mi organismo estaba experimentando cambios y metamorfosis; en que no solo él se estaba transformando. Algo dentro de mí ya era distinto. Algo que no acertaba a maniatar con la férrea soga de un nombre ni a señalar con el índice de mi entendimiento. Ese algo que lograría desenmascarar tan únicamente con el paso del tiempo y que pondría patas arriba cada pizca de mi ser y de lo que creía que era importante.

Cambié. Me multipliqué y perdí mi corazón, porque ya nunca más fue mío. Quedó en tus pequeñas y frágiles manos, a merced de tus llantos y de tus sonrisas y de todas esas cosas que tan solo se entienden cuando has sido madre. Quedé expuesta, vendida, desnuda. Ya tenía precio mi cabeza. Y mi alma entera. Mi talón de Aquiles llevaba mi apellido y tenía la piel tersa como las coplas de las sirenas que creemos escuchar en las conchas que pueblan la orilla del mar. Tan suave como la tuya...

Fue entonces cuando llegó el momento. Tuve que decidir, optar, meditar sobre mi elección aunque nunca tuve dudas. Yo era una mujer formada, con estudios en los que había invertido dinero, tiempo y tantos sueños; que había viajado, vivido en el extranjero, aprendido idiomas, recolectado un buen fardo de experiencias malas y buenas y que había regresado en su día, como el hijo pródigo, para sacar provecho de todas esas vivencias. Lo había logrado al encontrar la anhelada oportunidad en una empresa que parecía ofrecerme todo lo que necesitaba. Y así fue. Pero luego fui madre y, como he dicho, tuve que elegir...

Y te elegí a ti, mi niño. Elegí pasar tiempo a tu lado, verte crecer, compartir mis tardes contigo. Elegí llevarte al parque, conocer a tus amigos, recogerte de la escuela e inventarme juegos a pesar del cansancio. Elegí volverme loca con los horarios de tus actividades, corretear de un lado para otro, pelear porque es la hora de acostarse o porque no quieres lavarte los dientes. Elegí dividirme después de haberme multiplicado restando de aquí para sumar por allá. Y lo hice pensando que estaba en mi derecho y que no habría segundas lecturas.

Pero me equivocaba. Reducirme la jornada de trabajo me pasaría factura. Para algunos ya no sería la misma, para ellos sería como si hubiera perdido de repente todos mis conocimientos, mi saber hacer, mi profesionalidad, mi bagaje laboral. Como si la maternidad me hubiera vuelto idiota o hubiera reseteado mi cerebro para dejarlo a nivel cero. Compréndeme, tesoro mío, que hubiera crecido en un sentido no mermaba nada en ningún otro pero había quien lo veía de otra manera.

Así que lo que, en un principio, era el ejercicio de un derecho se había convertido en la sentencia de muerte por traición. Aquella era la prueba irrefutable de que yo ya no daría la vida por aquel trabajo, de que privilegiaba, de alguna forma, aquella otra que me esperaba allende sus fronteras, de que tú eras más importante. Me había posicionado en el punto de mira y así, apenas fue posible, se llevó a cabo mi ejecución.

Pagué mi precio. Porque quise combinar las distintas partes de mí como si fueran un todo indivisible. Porque quise ser al mismo tiempo madre y trabajadora... Porque creí que perseguir mis anhelos personales, que perseguir tu rastro, cosa preciosa, no causaría daño alguno y que, este mundo, era más justo que el de un pasado no tan lejano. Porque creí que las agujas de aquel impávido reloj que presidía las paredes de mi oficina marcaban solo las horas; porque creí que medían tan solo el tiempo y no el talante o la competencia de mis actos. Porque creí que mis aptitudes y todos esos años invertidos serían tenidos en cuenta. Y nunca creí que alumbrar una vida tuviera nada que ver con renunciar a la propia vida profesional.

Hoy soy como una embarcación extraviada en medio del océano impío, engullida por unas aguas colmadas de infinitos peces más coloridos, más jóvenes... y sin eso que denominan, tan fríamente, «cargas familiares». Ellos son más libres, más dispuestos, más abiertos a cualquier ofrecimiento porque no tienen condiciones. Para algunos, son mejores. Y yo, en medio de esa pugna por una esquinita de este vasto abismo, navego en busca de mi destino. Oteo el horizonte pretendiendo descubrir tierra firme, confiando en que todo lo que sé no pase desapercibido, haciéndome valer y recordándome que lo valgo.

A veces pierdo la esperanza y bebo agua salada, jugo de desaliento que me encierra en mis pesadillas y me provoca tantas lágrimas. A veces, me retuerzo de rabia y miro al cielo consciente de que el Universo juega sus propias cartas. A veces no sé cuál es la salida y no sé ni dónde quiero que apunte toda mi artillería. O me asaltan las ideas y los proyectos que podrían suponer la escapatoria a tanta incertidumbre pero caen como castillos de naipes en un reino donde escasean las oportunidades. Esas que son menos cuantos más años sumas, cuanto más has vivido, cuando ya tus faldas dejan de ser una prenda para convertirse en el refugio de unos chiquillos. A veces es tan duro...

Pero hay una cosa que no cambio por nada en el mundo. Y acepto, sin reparo, los escollos y boquetes, los huracanes, las tinieblas, las inclemencias que quieran arrojarme y que me han arrojado. Asumo las consecuencias de mi elección y los rotos que han causado en mi equipaje. Incluso cuando han supuesto verme privada de aquel escritorio asignado a mis dominios, testigo de mi diligencia y de mis esfuerzos. Consiento que se me nuble el mapa ante su falta y que se me desoriente el timón entre las manos. Soporto cualquiera de estos reveses y la negrura que ofusca mi mente. Volvería a elegirte de nuevo, una y mil veces más.

Y es que podré perder tantas cosas por el camino que ya no quiero ni hacer la cuenta. Podré perderlo todo y podré tener que empezar desde el principio. Podré sentir el vacío tan cerca que me obstruya la sangre que discurre por mis venas. Y que el aire se evapore como aquellas promesas de los cuentos de hadas. Podré incluso perder la vida. Pero tanto dolor e injusticia valdrán siempre la pena. Lo veo cada vez que despliego mis brazos implorando al cielo una señal y, en respuesta, recibo ese achuchón de consuelo porque para ti todo está bien. Lo veo cada vez que siento el duelo y derrocho un mal gesto que intentas curarme con un beso. Lo veo cada vez que te acuesto y enredas tu manita entre mis dedos. Cada vez que te miro, cada vez que percibo el compás de tus latidos... Es entonces cuando recuerdo que, al menos tú, menos mal que tú, serás siempre mi niño.

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