Besos que damos, besos que no podremos dar

ser mamáBesos. Caricias que les susurramos con nuestros labios y que consuman las súplicas de nuestros corazones embriagados de amor. Besos que servimos a nuestros niños con los ojos cerrados y con el pecho esposado al insondable eco del firmamento; de esos que nos embelesan y hasta nos marean. Besos que se deslizan delicadamente por entre las nubes saltando entre los árboles, de copa en copa, y que cuando llegan a nuestra boca, explotan. Y flotan tan cerquita de su pelo. Besos pequeños y grandes, que danzan tímidos y erráticos en nuestro interior, y que finalmente se atreven a extenderse sobre sus cuerpecitos tiernos y vulnerables.

Besos furtivos que entregamos en medio de la oscuridad y dejamos caer sobre sus frentes, para que sean como un paño de agua tibia sobre sus pesadillas, para que abriguen sus sueños y también para desearles buenas noches. Besos apasionados, intensos, enteros, redondos y exaltados que arrojamos sin destino sobre su piel desnuda como quien lanza purpurina al viento huracanado. Besos que se nos visten de fiesta cuando tropezamos con una de esas sonrisas que nos sorprenden y que sin decirlo nos llaman mamá. Besos que en los que invertimos tiempo como si no tuviéramos prisa o como si, teniéndola, fuéramos inmunes a su insistencia. Besos de esos que nos derriten por dentro y a los que necesitamos acompañar con otros tantos.

Besos que quieren seguir el ritmo de una nana que improvisamos para acallar su dolor o su miedo o para provocar que sus deditos aferren los nuestros como si fueran suyos. Besos que prolongamos hasta que se agota el aire en nuestra garganta o su paciencia; de esos que queremos que duren toda la vida y de los que hacen casi cosquillas. Besos que brindamos encogidas por el agotamiento de una jornada que parecía interminable y que finalmente se adormece entre las sábanas de sus camitas. Besos robados y otros que solicitan audiencia. Besos que escondemos detrás de sus orejas o besos que damos cuando sus voces se inquietan. Besos con los que jugamos y entregamos sin reparo, sin excusas. Besos con los que les pedimos perdón, aunque sea por una tontería. Besos que son como collares de coral que les regala el abismo de nuestras más dulces quimeras. Besos que brindamos con los brazos extendidos para que nada se interponga en el camino que a ellos nos lleva. Besos que dan calor… tanto calor… Y de esos que hasta curan heridas.

Damos besos, muchos besos, y lo hacemos sin medida y sin saber si en algún caso dejarán huella alguna. Y con el paso de los años tal vez esos mismos besos ya no serán tan mágicos ni tan copiosos. Transcurrirá el tiempo y nuestros pequeños ya no serán nuestros bebés ni aquellos niños que se acurrucaban bajo el peso de nuestros brazos para descargar su ira o su llanto. Crecerán y se convertirán en hombres y mujeres independientes, libres como siempre fueron, aunque un día creyésemos que eran nuestros. Abandonarán el nido y así también un poco a nosotras.

Sus males serán también más grandes y más complejos y no podremos calmarlos ya con nuestros besos. Aquellos que valían para todo, que deshacían misteriosamente el daño de un golpe desafortunado o de una caída o que consolaban el despecho por haber perdido un juguete o porque alguien no lo compartía; aquellos que hacían desaparecer los disgustos o aseguraban que todo iba a ir bien o que no existían los monstruos; aquellos que prometían que estaríamos siempre a su lado o que nuestro amor era la mejor medicina... aquellos besos ya no tendrán jamás el mismo significado. ¿A dónde irá a parar su encanto?

El hechizo se desvanecerá por entre nuestras manos como ceniza rota y extraviada y ni siquiera nos percataremos de que ya no queda nada de lo que fue. Nuestros besos ya no descenderán directos ni espontáneos sobre nuestros hijos. Tendrán que hacerse paso clandestinamente por entre las murallas de su autonomía, de su pequeña madurez y después de su mayoría de edad, de su pensamiento de que ya no son críos, de que les incomodamos si están con los amigos o de que les arrollamos con nuestras amables muecas cuando no es el mejor momento.

Robaremos los besos como quien hurta una orquídea de un jardín preñado de colores y tan prohibido. Ya no esparciremos tanto nuestro cariño con nuestros labios sino puede que lo hagamos con nuestros abrazos o con nuestras palabras. Tal vez nuestra sola
presencia bastará para declarar el amor que les profesamos. O quizá lo hagan por su cuenta nuestros actos. Pero ya no alcanzaremos a paliar el daño de los tormentos que acechen a nuestros pequeños porque ellos ya no serán pequeños y porque sus problemas serán más grandes. No podremos aliviar sus decepciones con nuestras zalamerías ni tampoco ahuyentar de sus corazones el primer desengaño. ¿Qué beso buscaremos en nuestros bolsillos para resucitar su alegría cuando la hayan perdido? ¿Habrá alguno capaz de disolver sus lágrimas cuando se sientan solos? ¿Y cuándo tropiecen con la furia o la apatía y no alcancemos a estar junto a ellos?... Entonces no habrá besos de aquellos, ni de los mágicos ni de los que curaban heridas.

Pero ojalá, ojalá que los besos que esparcimos generosamente en otro tiempo sobre sus caritas curvas o sobre su espalda recién bañada, sobre aquellos muslos que se nos antojaban tan dilatados y tan divertidos, sobre aquellos minúsculos y alborotados pies que se enredaban tan fácilmente en nuestras camisas, sobre aquellas mejillas que resplandecían saciadas acurrucadas en nuestros pechos, sobre aquellas manos en miniatura que se empeñaban en detenernos si nos íbamos o sobre aquellos ojos… aquellos ojos que nos escrutaban tan de frente, tan inmensamente puros, tan hambrientos y tan llenos de preguntas …ojalá que todos aquellos besos que derrochamos sobre sus cuerpos angelicales y blandos dejaran algún rastro en las entrañas de sus almas. Y que en la estampa indeleble de aquellos primeros besos, nuestros hijos, hallen algún consuelo.

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