Brocha gorda


Con pincel de brocha fina y atrevida tinta extirpada a nuestra imaginación, nos enfrascamos, sin quererlo o sin querer saberlo, a maquinar qué clase de padres seremos, cómo lo haremos, qué tacharemos de intolerable o qué sustentará los pilares de esa casa que en breve aumentará de tamaño, de ese hogar a punto de expandirse y de convertirnos en una familia. Entremezclamos nuestras opiniones, fantasías, valores e ideas preconcebidas y atestamos la pizarra de la cocina con fórmulas exactas que no pueden fallar. «La receta mágica», nos decimos. Observamos al vecino y recordamos nuestra infancia; recolectamos los bellos recuerdos y desterramos los comportamientos que tildamos de equivocados. Sabemos de qué pie cojea cada uno y el método para componer esas piezas defectuosas que descubrimos en la acera de enfrente. Porque somos valientes, porque tenemos los conceptos claros como la partitura de esa sinfonía que retoza en nuestra memoria desde la niñez. Como esa canción que no se olvida y que te persigue obstinada hasta que se te atora y no hay forma de expulsarla de tus labios. Es como una verdad límpida y cristalina que hemos ido construyendo con los años. Y, cuando toma la forma de una panza rebosante de vida, se nos antoja más cierta que nunca.

Hay cosas que no permitiremos en ninguno de los casos...

No, no, no. Hay cosas que evitaremos a toda costa, cosas que tendremos muy presentes a pesar del cansancio, de la ausencia de tiempo, del abandono de la paciencia o de la misma ignorancia. Esas pautas, pensamos, serán el mapa que nos mostrará el sendero hacia una educación exquisita, rigurosa, flexible, respetuosa, comprensiva a la vez que severa. Simplemente perfecta. Para que no haya desmadres. Lo tenemos todo casi organizado. Señalamos, con la boca pequeña, los errores ajenos no tanto porque consideremos que somos mejores que nadie sino porque creemos que sabemos bien lo que queremos. No tenemos dudas sobre ciertos aspectos. Y así, al ritmo que prospera el volumen de nuestra tripa, florecen los detalles con que pretendemos capitanear nuestros galeones por los ignotos mares de la maternidad. Y, mientras buscamos el eco de su cuerpo medio formado golpeando nuestro vientre, nos decimos: «No, no te gritaré, mi pequeño, respiraré hondo, verás, y guardaré la calma», «Te enseñaré con el ejemplo, vigilaré mis actos, seré coherente», «Te escucharé, te dedicaré mi tiempo, jugaremos juntos para que no dependas de la tele». «Seré firme en mis decisiones y no cederé ante el brillo de tus ojitos suplicando clemencia»... y mil cosas más... ¡Qué inocencia... la nuestra!

La llegada del bebé

Más tarde emprendemos ese viaje convulsionado, ansiado, desparramado sobre un lecho de amor y sangre, y alcanzamos la otra orilla con el bebé en nuestros brazos. Entonces la historia es bien distinta. Nuestros planes, aquellos impecables designios que bordamos fantaseando con su carita, se nos antojan extraños y casi extintos. Allende aquél túnel de espejismos e invenciones, que forjamos con ilusión y fingida sabiduría, hemos hallado una realidad completamente nueva. Y se nos brinda en todo su esplendor y en toda su crudeza.

De pronto, nos vemos espoleadas a erigir otra vez nuestro mundo y hacerlo como si nunca nos hubiera pertenecido; a disponer nuestras prioridades, a concederles otro orden, a pulirlas, a expulsarlas o a cambiarles el nombre. Es como si tuviésemos la obligación de partir de cero; de renacer y de retroceder sobre los que parecían nuestros cimientos y cuya fuerza ha sucumbido al cambio... a esa personita que apenas cabe en un cesto. Por ella, nos abandonamos con agrado a tal extraordinaria metamorfosis. Por esa virtuosa criatura que nos desborda de ternura, accedemos a borrar ciertas huellas que nos parecían tan nuestras y a cancelar el rastro de tantas de aquellas afirmaciones que proferíamos con convencimiento. A desandar, a reescribir, a rectificar. A madurar. A crecer y a vernos con nuevos ojos. A mirarnos muy adentro a pesar del miedo. A exhumar los desperdicios que nos emponzoñan el corazón. A aceptar a regañadientes tanto lo malo como lo bueno. Y, por qué no, a ser benevolentes con nosotras mismas por habernos traicionado. Por haber finalmente hecho tantas de las cosas que habríamos antes maldecido. Por haber escupido al cielo.

A veces incluso le encontramos la gracia. Nos recordamos a nuestra propia madre, a aquella mujer que nos repetía las cosas mil veces, que nos regañaba o nos castigaba por lo que considerábamos trivialidades. Nos sobreviene la imagen de su gesto airado impidiéndonos explicar lo sucedido mientras nos consumía la rabia por la injusticia que se estaba cometiendo. Evocamos con media sonrisa los días en que no hacía más que limpiar la casa y correteaba de una habitación a otra como si la persiguieran. Y era entonces cuando nos exigía que ordenásemos el cuarto... Todo el día gritando... Nosotras íbamos a ser distintas. En nuestra cabeza, antes de ser madres, todo sonaba diferente. Más rebosante de paz, de sosiego, no sé... de psicología aplicada... Menos humano probablemente.

De aquella brocha delicada y exquisita que esculpía dogmas sobre qué significa ser una buena madre, pasamos de golpe y porrazo a la brocha gorda, para pintar el cuadro como buenamente podemos. Nada es tan sencillo ni tan fácil ni tan cierto ni tan seguro como creíamos. Hemos cambiado aunque seguimos siendo los mismos seres imperfectos que éramos. Perdemos la paciencia que confiábamos que viniera de serie con los pañales; buscamos cómo hacer que nos trague la tierra cuando reparan en que hemos hecho lo que les tenemos prohibido; nos mordemos la lengua y buscamos excusas porque esputamos palabras malsonantes que luego repiten con asombrosa exactitud o cedemos y levantamos castigos solo porque nos dan pena o un beso repentino. Somos tantas veces así de tontas.

Nada es lo que era. Tampoco nosotras. Y nada va según los planes. Surcamos el océano inexplorado de nuestros corazones a merced de nuestros hijos: genuinos, incansables, exigentes, únicos. Y, al compás de sus relojes, nos vamos nuevamente conociendo. Pues son ellos los que nos arrastran al abismo de nuestras propias incoherencias, debilidades y desatinos; ellos los que desenmascaran nuestra mejor y peor versión en un solo instante. Son ellos los que nos apremian con sus actos y sus afectos para que nos despojemos de la estéril palabrería y los que nos exponen a los obsequios e inclemencias de nuestra más profunda verdad. Son ellos los que hacen que aquella realidad inventada sea, a la postre, mucho más confusa, más desafiante, más compleja. Y repleta de amor en estado puro, de ese que no pide nada a cambio, de ese que no ceja, que no abandona, que desconoce límites o fronteras. De ese que solo se degusta cuando concibes y recibes la fortuna del mismísimo Universo. De ese amor... ese amor... que no admite palabras y que hace que todo sea, a fin de cuentas, mucho, mucho mejor que aquellos primeros bocetos de brocha fina.

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