Siempre reinas


Redondeces y pliegues, tersura y candor que despiertan la locura en la ribera del alma y la hacen estallar en mil colores. Diminutos cuerpos que prenden la llama que ondea victoriosa en nuestros ojos. Les devoramos con la mirada y, aunque no digan nada, nuestros bebés se nos antojan pequeños dioses colmados de presentes. Incluso en el abismo de su silencio y de su acústica destemplada; incluso en las horas infames y más tempranas, acogemos la delicadeza y fragilidad que nos brindan sabiéndonos irreemplazables, necesarias, coronadas reinas indiscutibles de sus inmaculados corazones. Madre solo hay una. Y ahora más que nunca nuestros ángeles nos reclaman, sin siquiera articular una palabra. Es nuestro olor el perfume que domina las sacudidas de sus ansias; nuestro alimento que los sacia; nuestro tacto el que despierta la paz en sus entrañas y los adormece; nuestra voz la que guía su desconsuelo hacia el país de los buenos sueños. El amor y el apremio que muestran por nuestra presencia y nuestros mimos nos proclaman soberanas de ese reino de la maternidad al que nos hemos visto arrojadas como de golpe. Nos sentimos amadas, casi mitificadas.

Entonces, dan sus primeros pasos y comienzan a enredarse entre las espinosas redes de un lenguaje que brota ininteligible entre sus labios. Arrojan sus brazos al vacío como antenas caprichosas que rastrean pozos de carantoñas y, llega el día, en que no son solo las nuestras las que buscan. Empiezan a elegir las compañías a conveniencia empuñando el ingenio de una sonrisa y un angelical batir de pestañas. Pretenden que se complazcan sus deseos y a veces lo logran a nuestras espaldas. Los abuelos, los tíos, algunos amigos... siempre hay quien cede ante un beso inesperado... e interesado. Dejamos de ser las únicas dueñas del bastón que sostiene su calma, su apetito o algunos de sus gestos más entrañables...

El espectáculo de su crecimiento

Es extraño. Asistimos al espectáculo de su crecimiento, milímetro a milímetro, segundo a segundo. Felices. Emocionadas. Ansiosas. Y, en cierto modo, algo asustadas, temerosas de perder ese trono generoso, único, inalcanzable para cualquier otro ser humano, que habíamos ocupado durante tantos meses. Ese lugar a veces también solitario, exigente, incansable, agotador. Pero retrocedemos unos pasos en el escenario para ceder espacio al mundo, para que puedan henchirlo de otros afectos, para que puedan esculpirse, poco a poco, en el firme lienzo de la madurez. Y lo hacemos con gusto pero con el pulso trémulo y celoso.

Perdemos protagonismo al mismo tiempo que presenciamos cómo tropiezan con nuestro lado malo, el que riñe, el que prohíbe, el que niega y el que ordena. Se alejan del hueco de nuestras faldas a la vez que descubren nuestro lado imperfecto, ese que los bebés, en su infinita inocencia, no distinguen ni desdeñan. Ante su atenta y siempre más extensa mirada, perdemos los vestigios de aquellos seres supremos que fuimos y en los que solo hallaban consuelo y dádivas de amor. Entonces se nos cuela el miedo por el pensamiento y nos embiste el pánico a perder el privilegio de seguir siendo para ellos la persona más especial del vasto cosmos.

Pero de repente, cuando menos lo esperamos; cuando más nos consume esta torva verborrea de nuestra mente; cuando más profundo es el roce de esos bramidos sembrando la incertidumbre y el espanto en nuestros corazones; cuando más fantaseamos sobre el agraciado rincón que anhelamos poseer en los de nuestros hijos; cuando más nos empeñamos en observarles de reojo y hallar cualquier indicio que proclame que seguimos ocupando aquél trono o cuando, al contrario, más intensamente procuramos distraer nuestro juicio perdido y doloroso zambulléndonos en la rutina, con sus demandas y quehaceres; cuando más deseamos abrir las puertas del descanso de nuestros pequeños para penetrar en nuestro silencio y abandonarnos al antojo del momento para lamernos las heridas... entonces sentimos sus manitas buscando la calidez de las palmas de nuestras manos, reclamando el abrigo bajo la manta que ya los cubre, arrimándose a nuestro pecho para sumirse en el letargo acompasado de nuestros latidos... Entonces nos besan las puntas de los dedos mientras acarician nuestro pelo. Y, con sus párpados rendidos, nos dicen: «mamá, te quiero mucho». O «eres la más guapa» o «quiero estar siempre contigo»...

Nosotras, que ya habíamos emprendido el viaje a ninguna parte, abatidas por la marea confusa de nuestros temores y de la vida cotidiana, nos vemos súbitamente absorbidas, aspiradas, engullidas por esas breves y deliciosas palabras. Descendemos, a toda velocidad, desde muy lejos, desde donde quiera que hayamos ido con nuestra mente, para colisionar con el hermoso eco de sus voces declarando su amor. Del caos de una miríada de pensamientos enredados y desiguales pasamos al vacío. Al vacío preñado del todo. Al divino encuentro con la poesía empañando sus labios. Al antídoto que neutraliza el veneno de nuestros recelos. Al hechizo que descompone finalmente la trampa de nuestras dudas. A los versos más bellos que reina alguna haya jamás escuchado. Al «te quiero» más vibrante e intenso que se haya nunca vertido sobre nuestros huesos.

Es como si nuestros hijos sintieran nuestros reparos, nuestros pasos vacilantes, nuestros temores avanzando por el fango y la inquietud y quisieran arrojar luz sobre nuestras tinieblas. Es como si descifraran los jeroglíficos que se tejen en nuestras entrañas y las preguntas que nos brotan en el desconcierto y quisieran ofrecer su confeso amor como respuesta. Como si olfatearan nuestros miedos e intentaran detenerlos. Como si, instintivamente, fueran conscientes del apetito de nuestras almas por una señal, cualquier señal, que confirme que nada ni nadie puede arrebatarnos aquél lugar tan exclusivo en el que un día moramos. Y, puede que por ello, a veces nos sorprendan con un abrazo espontáneo y sentido, con caricias que no vienen a cuento, con besos y confidencias afectuosas que nos emborrachan y consuelan.

En alguna parte, a pesar de los años, puede que siempre quede algo en ellos de aquellos bebés para quienes éramos perfectas; algo que acierta a asomar por encima de esa realidad tan distinta e incompleta; algo que nos recuerda que todavía somos importantes, únicas, irreemplazables más allá de nuestros fallos. Puede que por dentro sepan que son, de nuestros corazones, los únicos dueños y sientan, sin saberlo, el genuino y hermoso deseo de correspondernos. Y nosotras, con gran alivio, nos fundimos en sus mimos y en sus coplas, como reinas que siguen ostentando la más deslumbrante de las coronas de esas que titilan bajo la centelleante cúpula del universo.

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