Ángel durmiente


Es ternura que se desliza por la estepa de tu espalda salpicándola con su aliento lento, terso y repleto de armonía. Es esa indescriptible sensación de paz que callejea tímida por los poros de tu piel y te obliga a preguntarte si estás despierta o inmersa en algún sueño diseñado por el edén. Es el amor más puro exhibido como un escalofrío venido del más allá; como una sacudida de tacto inmaculado que va ciñendo tu cintura con palabras esponjosas que prometen que todo está bien. Y es que te sientes bien.

Tan serena como cuando caminas por la playa y percibes las olas que se cuelan por tu ropa amansando, a su paso, el escozor de toda pesadumbre. Tan libre como cuando la marea se te lleva las penas y las revienta en las aguas solitarias de un océano hambriento y feroz. Y lejano. Tan completa como si sorbieras con tus manos el néctar de las nubes. Pero estás aquí, sumergida en la oscuridad de su habitación; intentando no hacer ruido; hechizada por la cálida estampa de su cuerpo adormecido, extasiado, ensoñado y casi inventado. La escena te parece casi irreal y él un ángel arrancado del mismo cielo.

Tanta quietud te estremece. Adviertes el pálpito de tu corazón deshilvanado; postrado ante el compás de este hálito de tiempo que no pasa; que retienes como puedes y que se te esfuma. La respiración casi ni la notas. Al menos no la tuya. Te abandonas al ritmo lánguido del aire que sube y que baja; que desciende por su garganta y desaparece por su boca... esa pequeña y perfecta boca... Te abrochas la bata por puro instinto porque, si hace frío, ni siquiera lo sientes. Tus pies descalzos, sobre ese suelo entumecido, no encuentran postura y tu vista no se aparta de su lado; ni la fascinación que experimentas desatiende tu cuerpo.

Es tarde y lo sabes porque se te desmoronan como torpes flechas los párpados y los bostezos; porque tu mente indolente ya no repasa todas las cosas que tienes que hacer mañana; porque te mueres por irte a la cama. Pero le miras empapada de éxtasis y de admiración; de una adoración que te cala hasta los huesos. O el alma. O más que eso. No hay palabras para describir tal hermosura. Pero es como si de repente todo encajara; como si las piezas de ese puzle, que es tu corazón, cobrasen sentido. Todo el sentido que nunca antes habrías sospechado que podrían alcanzar. Contemplas el contoneo de su pecho enfrascado en una sinfonía de partitura ignota. Parece que se detienen las horas y que alzan su vuelo, libres de toda lógica.

Te sientes en paz con el mundo; y también contigo; con la rabia que acumulaste durante el día; con la inquietud que consumió esas uñas que ya no pintas; con la culpa que te hostigó con sus malos augurios; con el miedo que pertrechó tu almohada; con los que calificaste de errores; con los que juzgaste de fracasos; con tus sueños truncados; con la espada de Damocles que izaste sobre tus hombros; con tantas de esas expectativas que nunca complaces; con el peso de una extensa jornada que ya va tocando fondo. La madre perfecta que persigues está aquí y ahora en paz con la que eres. Nadie ni nada te juzga.

La serenidad, con mayúsculas, intacta, plena, inmensa, te sobrecoge en este eterno segundo. Adviertes su espléndido arrullo mientras observas a tu pequeño ángel, que navega embarcado en sus propias quimeras. Te apretujas contra el marco de este idílico cuadro para no perder el equilibrio. Y para que no te venza el sueño te aproximas un poco y le besas en la frente. Niño mío, mamá está aquí, nada puede pasarte. Te sientes hasta un poco especial porque hay cosas que solo tú sabes brindarle.

Tú, que cuando todos opinan y te arriman sus consejos, eres la única que sabe cómo atajar su llanto. Tú, que en seguida reconoces el acecho de la fiebre sobre sus labios. Tú, que si se hiere, con un beso extingue sus lágrimas. Tú, que desentrañas el jeroglífico de sus primeras palabras. Tú, que con la mano sobre sus mejillas conquistas el huidizo reino de su descanso. Tú, que haces que se sienta a salvo. Tú, que también sabes que no siempre podrás hacerlo.

Por eso, intentas cincelar el recuerdo de este momento para que no se disuelva y sea evidente su rastro; para que puedas, algún día, rescatarlo. Buscas cristalizar en tu memoria cada detalle: la curvatura de sus pestañas que simulan dos medias lunas; el arqueo de sus cabellos deslizándose sobre su sien; el tamborileo de ese corazón que lleva tanta prisa. Y esas manitas que aferran tu dedo incluso durmiendo. Y quieres grabar, con fuego recio, la sensación de amor, de ternura, de absoluta paz que te brinda este momento.

Quieres construir un paraíso allá donde duele la vida para que, cuando te falten las fuerzas y no creas ni en ti misma, puedas colarte de nuevo en esta habitación a medio oscuras; con tu bata desabotonada y tus pies lánguidos; y recordar a tu ángel durmiente, cuando todavía era un niño y dependía tanto de ti. Quieres inmortalizar en tu alma la sensación de que sois los dos en uno; de que te necesita más que a nadie; de que, para él, eres lo más importante.

Quieres pensar que, contra los zarpazos del paso de los años, seguirá hallando a tu lado el oasis donde bajar las armas; donde abandonarse un poco cuando las piernas flaqueen y la sangre se tiña de lluvia. Donde zafarse de tantas idioteces y llorar hasta que llegue el alba. Quieres convencerte de que seguirá clamando tu nombre si se pierde; de que buscará tu consejo en la incertidumbre; de que serás el árbol que acoja los frutos de sus alegrías y de sus penas; de que podrás protegerlo día y noche. Sin descanso.

Quieres creer que nada cambiará aun cuando el mundo te lo arranque de cuajo de tu manto y lo arroje al torrente de su propio destino. Aun cuando tú no seas ya su brújula ni su único refugio. Quieres pensar que seguiréis siendo los de siempre. Como lo sois ahora mismo. Y, por eso, destierras de un revés la cordura que te devuelve a la realidad contándote cómo todo será distinto. —Este no es el momento—, le dices a tu propio juicio. Suspiras. Y suspiras de nuevo. Finalmente sonríes. Aferras este instante con uñas y dientes. Y te convences, aunque eres consciente de que nunca lo ha sido, de que este ángel durmiente sigue siendo un poco solo tuyo. «Buenas noches, cielo mío».

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