Amor que todo nos cura


Hay momentos en los que puedes paladear el perfume de sal sobre un lecho de olas. Recostar tu alma y mecerla al son de una brisa ondulante. Sonreír sin pensar en nada. Abandonarte al fluir del tiempo como si se tratase de una mar demasiado extensa y extraña. Sentir el húmedo tacto de la brisa arremolinada en torno a tus pies, pendiendo del borde de una fingida barca. Atrapar en tus ojos, somnolientos y serenos, el horizonte lejano. Y escuchar las coplas de las gaviotas que te inventas y que fantasean con abismos y hermosas sirenas. Adivinar la quietud adueñándose de tu alma y esculpir algunos de tus suspiros con los ojos cerrados. Puedes sentir la más absoluta paz sin viajar a ninguna parte. Y puedes hacerlo tan solo surcando las mareas del aire que sube y que baja por su pecho; naufragando en las hendiduras de sus mejillas y resbalando por el onírico cuadro que dibujan sus sueños. Con tan solo mirarlo... tu niño es para la vista el mayor de los regalos... Para el alma una joya que no tiene precio.

Hay veces, sin embargo, que recoges tu respiración vacilante en el puño y siegas tus palabras con tus dientes prietos. Eres presa del mareo que desatiende tus sentidos para cubrirlos de miedo y de desatinos. Te sientes impulsada al vacío. Inspiras profundamente a pesar del aturdimiento. Palpas en la garganta las náuseas que te advierten del riesgo y suspiras convulsa por un pedazo de tierra firme. Intentas doblegar el estremecido pulso que se te bate en duelo. Deseas acallar el parloteo de tu mente y escrutas el cielo en busca del juicio que crees haber extraviado. En el fragor de un fugaz instante, te asalta el vértigo porque eres consciente de que su tranquilidad pende de un hilo, de la respuesta que ofrezcas a su intrigada pregunta sobre la vida o sobre la muerte. Y te muerdes la lengua sin atreverte a servirle la verdad sobre la mesa. Mientes y te inventas una historia que simplifique las cosas para tu pequeño. Y te sientes culpable por arrojar más leña a su candente inocencia. Crecerá, entenderá, le explicarás las cosas cuando entienda...pero hoy se te antoja demasiado pronto para hacerlo.

Otras veces, sientes como si te hubieras embarcado en una aventura que nada tiene de complicado. Todo va viento en popa y te limitas a seguir el rastro de tu instinto. Te convences de que haces lo que mejor puedes y confías en que eso debería ser suficiente. Te sientes valiente, exultante. Derrochas paciencia y coraje que encuentran sustento en el buen comportamiento de tu hijo. Hoy da gusto verlo tan alegre, tan relajado, tan poco dado a los caprichos y al llanto. Es como si te estuviera dando un respiro y, al retomar aliento, te sientes capaz de todo. Curas sus heridas y juegas al escondite. Qué demonios, te echas por tierra y le empachas de cosquillas. Te lo comes a besos como si no hubiera un mañana. Y cuando le miras sientes cómo te crecen las alas...

También hay momentos en los que te despeñas por el precipicio, pierdes el equilibrio y traspapelas tus lágrimas por el camino. Miras para otro lado para que nadie te vea mientras empañas el agua con el puño de tu abrigo. No puedes ni con las tabas pero el mundo no se detiene. Y vas de un lado para otro, le llevas de aquí para allá, te ocupas de que esté ocupado y de que se divierta con los amigos. Aunque tú quisieras estar en cualquier otra parte, tomando un café y hablando cosas de adultos. Y, por qué no, soltando algún taco sin pensar en que te podría estar escuchando. Quieres, sueñas, necesitas tener un poco de espacio y contarle a tu amiga que apenas te queda tiempo para besar a tu marido o que en el trabajo hay un par de cosas que te están quitando el sueño, que la hipoteca ha subido, que estás hasta el moño de los políticos o que no sabes lo que le ha pasado a la vecina. Escapar un poco de la rutina de los mocos y de los lápices de colores aliviaría en parte el peso de la absorbente responsabilidad que te hostiga. Porque la vida también pesa.

A veces te miras al espejo y te sorprendes de quien te observa desde el otro lado. Descubres una mujer que dejó hace mucho de ser una niña a pesar de que sus miedos y sus dudas siguen estando presentes. Tu semblante erguido y crecido oculta a la muchacha que fuiste para dar refugio a la persona madura y responsable que necesita tu niño. Eres tú quien ahora tiende la mano, quien escruta el paisaje en busca de peligros, quien desfila en primera línea de combate, quien protege y defiende, quien se ocupa de los problemas, quien debe mantenerse firme aunque quiera hincar la rodilla en tierra. Es extraño ver tus rasgos endurecidos por el paso de los años y tan serenos desde que te convertiste en su madre. Es conmovedor sorprenderte en ese reflejo tan distinto y tan tuyo. Te desconoces por un momento y te felicitas por haber llegado tan lejos.

Hay veces en las que sientes toda esa paz, todo ese amor, toda esa culpa y también confianza, todo ese hastío o ese orgullo al mismo tiempo. Días en que se agitan tus emociones y te ves arrojada por la resbaladiza pendiente de sus curvas que lo mezclan todo y nublan tu entendimiento. Porque la frontera entre tus sentimientos es una borrosa línea que se disipa como las huellas sobre la arena mojada. Y estás bien y mal a la vez. A ratos o en el mismo instante. Te sientes heroína y superviviente y, a la vez, un saco de huesos exhausto. Adoras a tus hijos y también querrías matarlos. Te consume una ternura desorbitada y loca pero también esa cólera imprudente que tan fácilmente desatan. Te sientes osada y, a la vez, el mundo te asusta y se te antoja demasiado arriesgado. Puedes pero no puedes. Eres generosa y a la vez egoísta. Anhelas que elijan libremente su camino pero también que no se alejen del tuyo. A veces les quieres lejos pero siempre muy cerca. Te recreas en su compañía pero aborreces que agoten cada gramo de tu paciencia. Porque sí y porque no en el mismo efímero segundo.

Porque, tal vez, ser madres sea como convertirse en una batidora de contradicciones y serlo un poco todo agitado, combinado, enredado, aglutinado, disperso, distraído, esparcido, detonado y vertido delicadamente en un corazón de latidos, eso sí, más intensos que nunca. Porque ser madres tal vez nos hace más conscientes que nunca de las batallas de nuestras emociones pero también de su infinita magnitud y belleza. Porque, aunque ese vertiginoso alud afectivo nos atormente, también desborda de vida cada rincón de nuestro ser y de nuestra existencia. Y de frente a él, siempre podemos extender los brazos y aferrarnos al tronco que nos permite alcanzar la orilla donde recuperar el aliento y la sonrisa. Porque ahí fuera, más allá de nuestras torturadas cabezas, de nuestras luchas internas y de nuestras prisas, hay unas personitas capaces de derramar consuelo y dicha allá donde nos duela.

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