Callapuñetas

Miras de reojo como si nada tuviera que ver contigo. Y es que, en realidad, no lo tiene. Pero no puedes evitar abandonarte al irresistible poder de la curiosidad humana que te voltea la cabeza, disimuladamente, y encadena tus ojos a la escena que tiene lugar justo delante de ti. Observas la inofensiva reacción de una madre que brega, no con poca dificultad, por mantener una conversación con su amiga a la vez que intenta amordazar el ensordecedor zumbido de sus hijos que no cesan de interrumpir, pedir y gritar a su alrededor. Ella, así, a primera vista, se te antoja demasiado ofuscada en mantener a flote una cháchara que parece estar abocada al fracaso. No parece haber grandes esperanzas en medio de ese caos. Y sin embargo, se esfuerza por mantener la mirada centrada y escuchar lo que sea que su interlocutora trata de contarle a pesar del alboroto que se cierne sobre ellas. Una especie de misión imposible en toda regla.

Sin embargo, no parece estar todo perdido. Sumida en la agonía de lamentos y de un confuso griterío, echa mano decidida a su bolso, arca de los grandes tesoros, y extrae dos bolsas de patatas al jamón. Aplausos. Sonrisas. Y, después, un profundo silencio, como si una escandalosa bandada de pájaros que perturbaba el cielo se hubiera esfumado de un solo plumazo. Tras el magia potagia y los niños correteando por aquí y por allá con sus papas al viento, ella suspira profundamente con un gesto de alivio que su amiga recibe con gran comprensión. Todo parece en orden y continúan la charla hasta que, de nuevo, vuelven los pájaros, el revuelo, el desconcierto y la desazón. No pasa nada. Todavía quedan chuches y algún que otro callapuñetas en el bolso para mantener al enemigo a raya.

En ese instante, resulta fácil resbalar por el precipicio del juicio que te conduce a pensar que «esa no es forma de educar a un niño», que «vaya madre que no atiende a sus hijos», que «vaya manera de viciar a las criaturas, de darles todo, de no imbuirles un mínimo concepto de disciplina». Y caes a velocidad de vértigo. Crees que debería haberles escuchado, ofrecido un juego, concedido prioridad antes que continuar dándole al palique como si fuera una cuestión de vida o muerte. Nada hay peor que abusar de chocolatinas y dulces solo para conseguir que no te molesten, que no te interrumpan, que te dejen un poco a tu aire. Debería haber intentado echar mano de recursos algo más educativos, instructivos, pedagógicos. Y estás segura de que será de esas que abren la veda a la televisión, la wii, la Tablet y quién sabe cuántos más engañabobos con tal de desquitarse un poco del peso de esas compulsivas peticiones a las que nos someten los niños. Y no te digo ese grito de «basta ya, hombre» que ha arrojado a los inocentes pies de unos seres que tan solo quieren atención. Pobrecitos… Mala madre….


mama bebe

Y va y llega un momento en que tú también tienes hijos. Y toda esa rectitud y saber hacer del que te sentías tan orgullosa se va al garete dejándote con una mano delante y otra detrás. Entonces vives el día a día y, aunque mueres de amor, también lo haces de impotencia. Descubres que a veces estás agotada porque sí o porque el trabajo se te subió a la chepa o porque, simplemente, no eres una máquina y resientes el lastre de toda una jornada. Te sorprendes ante el hecho de que, aun así, no puedes rendirte desplomada sobre el sofá, con un té y una manta caliente como hacías. Sientes en tu propia carne el escalofrío de tu energía mermada y de esas obligaciones que no se volatilizan al toparse con tu ausencia de ganas y de fuerza.  Te encuentras, a pesar del cansancio, al mando de un navío tripulado por unos críos tan llenos de vida que no parecen nunca sentir el filo de la fatiga. De unos ángeles que a veces terminan siendo demonios expertos en el acoso y persecución. Que saben insistir hasta la saciedad sin aburrirse de pedir siempre lo mismo. Que no pierden de vista a su presa, objeto de su deseo, aunque para ello te taladren el cerebro o consuman tu paciencia en el proceso. Seres  que también se enfadan, se encaprichan o hacen rabietas…Que te convierten en una mendiga de tiempo para ti sola o para hablar de cosas de mayores como si, además de madre, fueras también persona. Que hacen que a veces no recuerdes cuándo fue la última vez que te pusiste los tacones o tomaste un vino a las 8 de la tarde.

Te das cuenta de cuánto juzgabas a la gente; de cuántas eran las cosas que no veías ni intuías por ignorante. Adviertes cómo aquella madre que guardaba todos aquellos callapuñetas escondidos en el bolso, en realidad, solo pretendía sobrevivir en medio de aquella marea de «quieros» y «dames» que se le echaban encima. Que seguramente hacía mucho tiempo que no hablaba de hombres, de compras o de maquillaje. Que tenía derecho a espantar las moscas con miel y a vivir un poco a su bola.

La maternidad encierra muchas cosas con las que nos topamos sin haberlo siquiera previsto. Nos esculpe a las buenas y a las malas. A golpe de cincel o de un manso y persistente roce al igual que las olas perforan la rígida silueta de las rocas.  Caemos desplomadas ante la evidente fragilidad de lo que nos parecía inmutable, verdadero, innegable. Reverenciamos y apreciamos lo que nos parecían tonterías. Observamos nuestros atuendos y no los reconocemos. Y juzgamos menos. Yo, al menos, me esfuerzo por no hacerlo porque ahora sé que en realidad no sé nada. Procuro preguntarme si sé la historia que se encuentra detrás de esos callapuñetas que tanto denostaba antes. Si, ahora que a mí me toca, soy capaz de no aprovecharme de sus encantos y de no emplearlos cuando yo también estoy desesperada. O simplemente necesito un momento. Si no es cierto que tienen su aquél y que son un auténtico invento. Si las patatas fritas, las chuches, los dulces, los chocolates, o cualquier otro placer que sirva al entretenimiento de las tropas amotinadas, no son un verdadero chollo. Yo ya no digo nada…Y salgo siempre bien provista de casa…por si las moscas…  

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