Carpe diem

Sí… qué concepto tan certero y tan poético… Aprovechar cada momento que se te brinda; imbuirte del aroma de la savia que corretea por tus venas cuando explotas de alegría o de pena;  abandonarte, incluso, a la pestilencia de tus espantos cuando arrastran tu alma por un túnel que parece no tener fin. Sentir intensamente. Vivir y absorber cada minúscula partícula de energía que brota a tu alrededor y bajo la coraza de tu piel. Prestar atención como quien busca una presa. Palpar la textura de la dulzura que desprende un beso extraviado en la madrugada. Respirar el compás que hinche tus pulmones y los completa con el aire de las estrellas. Despiporrarse de la risa sin motivo alguno. Llorar. Amargamente. Permitir que fluya la tristeza por los poros de tu alma y anegue la estancia de tus entrañas como un mar irreverente. Apretar los puños y advertir tan cierta la fuerza que te falta para dar un paso más. Agradecer cada aliento que exhalas. Percatarte de las alas que rasgan tu espalda y tus sueños cuando vuelas y esbozas todos esos planes que no quieres dejar escapar.  Deleitarte en la embriaguez de tantas ideas sin límites, aparentemente absurdas, descabelladas, disparatadas que son las que te empujan y te conceden la esperanza para seguir adelante. Pensar « ¿y por qué no?» recreándote en la belleza de lo ignoto, lanzándote con tu mente a la aventura. Vivir cada instante como si fuera el último. Exprimirlo hasta la saciedad.

Es una forma de afrontar esta existencia nuestra que encuentro inspirador. O al menos así me lo parecía cuando era más joven; cuando cabalgaba a galope sobre la tierra fértil de aquellos años de juventud atolondrada; de aquellos en los que pensaba que me quedaba por delante todo el tiempo del mundo. Arriesgaba, aunque con mesura, pero un poquito me creía inmortal. La muerte se me antojaba un esperpento que surgía de entre las sombras que siempre se ceñían lejos de mí; tinieblas que se cernían sobre las cuatro esquinas de la televisión, de casa del vecino, de la propia vejez…Vivía en primavera de espaldas al invierno…Luego, con el tiempo, llegó el amor y con ellos los hijos…

Y desde el instante en que me convertí en madre, eso del carpe diem se me reveló, de golpe y porrazo, como un insulto, como un arma de doble filo, como un aviso, una amenaza, una constatación voraz e indiscutible de mi mortalidad. Disfrutar de cada momento como si fuera el último…el último…La posibilidad de que podía ocurrirme a mí se hizo tan real… Yo también podía sufrir, enfermar, fallecer de un día para otro abandonando a mis criaturas en este mundo fatuo y cruel. Yo también podía ser víctima de cualquiera de esos guantazos que lanza la vida con los que atropella, zarandea, descompone y revienta en la cara. Echando un vistazo alrededor, con la lucidez que me había brindado la maternidad, con la consciencia que me había aflorado tras ser protagonista de la mayor explosión de vida posible, solo conseguía que se me cayera el alma a los pies…


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Procuré descartar la amargura y el terror que me embargaban y aferrarme a aquella versión juvenil y optimista del carpe diem. Aquella que se centraba en el gozo y en el alborozo de cada experiencia sin reparar en esa doble lectura que te recuerda que esa misma vivencia, hoy, ahora mismo, podría ser el escenario de tu último aliento. Procuré sumergirme en esos bracitos tiernos y tan perfectos de mis hijos para empaparme de ese aroma tan suyo, tan dulce y reparador. Intenté como una fiera emborracharme con sus sonrisas y con sus ocurrentes conversaciones; con la imagen de sus labios cubiertos de chocolate y sus zapatos forrados de lluvia; con el sonido de sus voces reclamándolo todo en todo momento y con el ritmo trepidante de esos sueños que me confesaban a escondidas. Traté de encharcar mi alma entera con el tacto de sus manos sucias sobre mi pelo y con el pálpito de sus ojos chispeantes acurrucados en mi pecho. Con el hálito azucarado de los días de fiesta y con la estampa de su boca entreabierta y distendida cuando dormían. Probé a fundirme, como la espuma entre las olas, en el perfume de sus cuerpecitos recién bañados y en las pícaras risas que me pedían que les hiciera cosquillas. En el aire empañado de júbilo el día de sus cumpleaños y en el delicado peso de su agotamiento recogido entre mis brazos cuando arribaba el crepúsculo.

Les miraba contenida y absorta, algo petrificada, con tanto amor y admiración que me dolía. A pesar de mis intentos por no perderme el inmenso placer de cada uno de aquellos instantes;  a pesar de pretender estrujar cada segundo con el brío de un caballo desbocado y de deleitarme con el viento enredando mis emociones, me sobrecogía el vértigo del pensamiento de que fuera ese mi último día… Me embestían el miedo y la angustia; la furia y el desasosiego por no ser capaz de disfrutar sin sufrimiento. Y las lágrimas…esas me brotaban por dentro. Discurrían arroyos de agua emponzoñados por el terror de perderlo todo y de que nada tuviera un sentido; de que cada uno de esos momentos tan extremadamente hermosos se convirtiera en una despedida.

Y no me gusta decir adiós… Solo el hecho de pensarlo me paraliza el pensamiento y el corazón;  oscurece cada pizca de mi ser más allá de lo que puedo soportar. Así que lucho por rescatar de entre las penumbras ese haz de luz que pretende encarnar el carpe diem. Esa sabia lección que busca inspirar a las personas para que no desperdicien ni echen por la borda todo lo bueno que tienen, por poco que sea. Brego por desatar el yugo que me impide comprender verdaderamente esa enseñanza constructiva y positiva sobre la vida; por desterrar el pavor que se esconde aunque yo lo vea. Lo intento, por dios que lo intento. Y confío en que llegará el día en que logre atisbar esa chispa y asirla con todas mis fuerzas. Para dejar, finalmente, de envenenar con el miedo todos esos esplendorosos instantes que me brindan mis hijos. Pues ellos son los que conceden auténtico sentido a mi vida entera.

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