Credo


credoCreo en la grandeza del atrevimiento, del deseo alimentado por el tiempo, de la intrépida ignorancia o del descuido, del apetito visceral de la propia existencia o de lo que sea que acaba desembocando en el nacimiento, voluntario, libre y ansiado, de una nueva vida. Creo en el torbellino de ilusiones encontradas que se precipitan sobre nuestras cabezas el día que recibimos la noticia. Y creo en el miedo, en el pánico que se mezcla con el vahído de nuestras sonrisas y para el que dejamos más o menos hueco. Creo en las fantasías que dibujamos bajo la cúpula de nuestra panza creciente y en las noches insomnes que se preñan de preguntas para las que no hallamos la auténtica respuesta.

Creo en la conmoción que nos provoca ese primer llanto que discurre virgen sobre el lecho exhausto y ensangrentado. Y en las lágrimas. Creo en la ternura, en el cansancio, en el dolor, en la convalecencia que apenas existe, en el aturdimiento de esas primeras horas a solas con un bebé que casi se nos antoja extraño. Creo en esa fuerza que nos despoja de las sábanas tantas veces como sea necesario y que nos conduce, con los ojos blindados, a los brazos de esa pequeña criatura que insiste. Y tanto. Creo en la desesperación que tiñe el ambiente de un color inesperado y despreciable. Creo en las ganas de arrojarlo todo por la ventana, de desear, por un momento, que todo sea como era antes, de entender por qué diantres no hallamos consuelo en plena madrugada. Creo en esa nada que brota en medio de tanto amor.

Creo en los palos a ciegas y en esa infinidad de propósitos que teníamos y que se desvanecen de repente como si nunca hubieran existido. Creo en el camino que construimos con cada uno de nuestros pasos, uno a uno, forjándonos como madres en cada gesto. Y muy despacio. Creo en los errores que cometemos y que pretendemos perdonarnos, tantas veces sin conseguirlo. Creo en la culpa, en el castigo que nos infringimos porque no somos perfectas. Creo en el grito de guerra que esputamos al mundo cuando nos reponemos de tanta condena autoimpuesta. Creo en ese aullido que confiesa que hacemos lo que podemos, que no somos tan buenas y que, admitirlo, no nos da vergüenza. Creo en nuestra lucha diaria contra estándares inviables de afecto, de comprensión y de paciencia inagotables. Creo en la fragilidad que nos acompaña por ser humanas.

Creo en la «tontería» que nos consume el pecho solo porque nos llamaron «mamá» por primera vez, porque dieron sus primeros pasos, porque aprobaron su primer examen, porque metieron un gol o fueron a una competición de patinaje, porque cantaron en el teatro de la escuela, porque bailaron hip hop o porque hicieron aquello que pensaron que nunca podrían hacer. Creo en esa admiración por nuestros hijos que hace temblar nuestros cimientos. Creo en el asombro al que nos exponen con sus logros y que, tantas veces, ni siquiera esperamos. Creo en las sorpresas que encierran en los bolsillos y que seguirán desconcertándonos con el devenir de los años. Creo en la estrella que parpadea con fuerza bajo el versátil manto de esos cuerpecitos que tornarán adultos. Y en la suerte que tenemos de poder asistir a semejante espectáculo.

Creo en la desolación, en la desesperación, en la rabia, en la frustración, en la ira que probamos cuando no podemos hacer nada, cuando debemos dejar que cometan sus fallos, que lo intenten y que fracasen, que sufran, que resurjan de entre las nieblas, que maduren a solas mientras les tendemos la mano que a veces no alcanzan ni desean. Que se alcen de nuevo mientras esperamos, con el alma en un puño, que lo hagan, que sean fuertes nuestros niños. Creo en la inclemencia de esa espera que parece eterna y en la agonía de esas escenas de las que son protagonistas y nosotras meras espectadoras.

Creo en la cuerda floja, en el arduo equilibrio entre control y libertad, entre prohibir y conceder, entre la severidad y la permisividad. Creo en la inexperiencia continua y perenne. Creo en la duda que arroja al aire tantas de nuestras decisiones como madres, que nos inmoviliza o abruma, que nos empuja a actuar por instinto y apretando los dientes, que nos hace reflexionar. Creo en la benevolencia que nos debemos por ser simples mortales. Creo en la contradicción del ser humano. Creo en la tristeza y en la alegría cuando brotan juntas, en ese júbilo, a la vez, amargo de verlos crecer, madurar y volar... Creo en esos cuartos desordenados que, con los años, echaremos de menos y que tanto nos sacaron de quicio en el pasado. Creo en el vicio de los abrazos. De los besos. De los arrumacos. De todos esos mimos que dispendiamos mientras podemos. Y creo que es necesario que lo hagamos.

Creo en la guerra de nuestras generaciones, en los encontronazos que sufrimos con los hijos, en las limitaciones que nos sorprenden cuando creíamos que éramos tan modernas. Creo en la lectura de esas contiendas y en la reescritura que exigen de nuestros actos. Creo en el cambio. Creo en todo lo que aprendemos junto a los frutos de nuestra propia carne. Creo en el torbellino que provocan, en el ciclón que originan y que levanta nuestras aguas empantanadas y purifica el aire que respiramos. Aunque a veces no queramos. Creo en el contraste de nuestras existencias del que brota una versión de nosotras más ajustada, más real. Creo en la tempestad que precede a la calma; en las peleas que armamos por cosas sin importancia y por las que se nos pone todo patas arriba. Creo en la sórdida tarea de educar. En la ingratitud que provocan sus deberes; en los torcidos gestos que debemos soportar; en el miedo de perderlo todo por no transigir lo suficiente. O por hacerlo demasiado.

Creo en la ambición y en la autorrealización, en los paréntesis y en los entreactos, en los esfuerzos por robar un tiempo para nosotras. Creo en el derecho y en la obligación de continuar siendo personas, de soñar sin ser madres aunque lo seamos, de hurgar en nuestro armario y de rescatar aquello que provoca ese pálpito profundo y tan nuestro. Creo en la necesidad de despojarnos de etiquetas, de dejar de ser por un rato lo que somos para ser lo que realmente queremos ser. Creo en la dificultad de abrirnos paso en medio de esta jungla donde imperan el caos y la rutina, las exigencias, nuestras y ajenas, las renuncias y el desorden de un universo imprevisible. Pero creo firmemente en esa luz que chispea en el interior de cada una de nosotras y en el deber de avivarla para que nunca, nunca se extinga.

Creo en todas esas cosas que escapan a nuestro propio entendimiento y que forman parte de lo que somos. En eso tan simple, tan complejo, tan sincero, tan, a veces, puñetero, que nos hace únicas e irrepetibles. En eso que entregamos a nuestros hijos a manos llenas y, a veces, a escondidas. Creo en la valentía de mostrarnos sin pretextos ni abalorios, de aceptar lo inadmisible, de desenmascarar al esperpento que llevamos dentro. Creo en la intrepidez de ser tantas cosas al mismo tiempo y de serlo sin miedo. Creo que la mayor declaración de amor a nuestros hijos es, precisamente, ser nosotras mismas. Ser auténticas, adorables e insufribles. Para que conozcan exactamente quién fue aquella mujer que les entregó la vida. Y no la olviden mientras vivan.

 

 

 

 

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