Dos idiomas tan distintos

Dos idiomas tan distintos

Yo les digo que recojan su cuarto; que pongan orden donde impera el caos; que muestren respeto a sus propios juguetes protegiéndoles del polvo, del maltrato, del desprecio que supone tenerlos tirados como colillas aplastadas por el viento. Les digo que mantengan su espacio de juego adecentado para que, cuando regresen a él, puedan desplegar su imaginación y disfrutar de sus pasatiempos sin tropezar con un camión o darse de bruces con una pelota, un puzle o una muñeca medio rota. Pero no me entienden. La lectura que hacen es otra bien distinta. Y lo que oyen es cómo les apremio para que realicen tareas que les disgustan; cómo irrumpo cual bestia en su reino de fantasía. Cómo les hago la vida imposible con mi blah, blah, blah…

Les insto a prestar atención a sus modales; a no decir palabras feas; a alejar el codo de la mesa; a sentarse erguidos; a disculparse cuando arrojan un eructo con esa insolencia propia de los niños. Les recuerdo las palabras mágicas del por favor y del gracias; que deben saludar cuando se cruzan con un vecino; que no tiren los chicles por el suelo ni ninguno de sus desperdicios; que mastiquen con la boca cerrada y que se despidan siempre con un beso. Pero sienten tan solo la presión de mis exigencias que para ellos no tienen sentido; acusan las restricciones de mis demandas; saborean la ausencia de libertad a las que les aboco sin más salida que la obediencia o el lastre de mi insistencia o de mis gritos si no me hacen caso. Mis peticiones son para ellos una muestra de verborrea que tiraniza su existencia.

Procuro que asuman nuevas responsabilidades y que pongan en marcha su autonomía. Que se duchen solos o que al menos lo intenten; que lleven su plato a la cocina o que se suenen esos mocos que les dispensó tan generosamente el frío. Aunque me cueste y me recueste en el pensamiento de que si les echase una mano acabaríamos antes. Pero les dejo, en la medida que puedo, a su aire. Y en lugar de sentirse agradecidos, la mayor parte de las veces, lo ven como un abandono a su suerte, una falta mía de interés por estar a su lado o una estrategia calculada para desquitarme de ellos apenas tengo la oportunidad. Y pensar que cuando sean adolescentes suspirarán por esta independencia de la que ahora reniegan…


Y les niego tantas cosas. Evito las chucherías y las confino al mágico universo de los fines de semana. Y si es posible las someto al cuentagotas. Controlo el chocolate y las bollerías aunque se las permita más de lo que quisiera. Abundo en las verduras, las frutas, los cereales y todas esas cosas buenas y recomendables que indican los estudios y los profesionales de la salud. Aunque no tenga nada de fácil lidiar con esos dulces gustos infantiles que repudian con descaro lo bueno, lo verde, lo sano. Pues bien. Soy una bruja. Coarto su felicidad y voy contracorriente porque, según dicen, sus amigos pueden comer dulces cuando quieren (cosa que no creo en absoluto). En cualquier caso, me consideran una prohibidora de primer orden que anda siempre cortando cabezas y las ganas de divertirse de cualquiera.

Los horarios no son mejores. Que si «siempre dices que hay que irse cuando mejor me lo estoy pasando»; que si «déjame un rato más, por fi»; que si «no me ha dado tiempo a hacer esto o aquello»; que si «los demás se quedan hasta más tarde»; que si «no tengo sueño»; que si «ya dormiré mañana»… La lucha no cesa ni un instante. Evidentemente la jornada se divide en etapas y es necesario respetarlas. Soy yo quien controla los tiempos, la que gestiona la agenda; la que consigue que lleguen a la escuela a tiempo o duerman al menos esas 8 horas de rigor. Lo que entienden, sin embargo, es que soy una aguafiestas. Gruñona donde las haya. La que martiriza con sus continuas interrupciones y la que impide gozar de ese tiempo al que suelo acusar de insuficiente.

Y así donde pretendo inculcar orden, autonomía, buenas maneras, educación, tolerancia, saludables hábitos alimenticios, organización y tantas otras cosas más que pasan por el aro de las limitaciones y cortapisas, se ejecuta un proceso de traducción inaudito que les traslada un mensaje completamente distinto. Y, en su lenguaje, lo que reciben son una serie de mensajes preñados de obstáculos, inconvenientes, restricciones, rigidez, prisión y falta de libertad. Es como si habláramos dos idiomas distintos que atraviesan frecuencias paralelas. O podrían bien tratarse de las dos caras de una misma moneda que, ahora mismo, son incapaces de compenetrarse. Y es que encima llegarán otros ciclos de la vida donde el entendimiento tampoco está asegurado…esa pubertad da hasta un poquito de miedo….

Es curioso que, desde el nacimiento, la jerga que utilizan nuestros hijos para expresarse difiere completamente de la de los padres. Al inicio nos abrazan con ese llanto tan característico de los bebés que nos cuesta descifrar, si es que alguna vez logra ser un enigma absolutamente resuelto. Luego nos sorprenden con sus palabras y, aunque las comprendemos, ellos no perciben el significado y el sentido de las nuestras. No alcanzan a distinguir entre esas letras que pronunciamos la razón de fondo que nos impulsa a ser como somos. No conciben que tan solo queremos criarles y educarles de la mejor de las formas y que donde decimos NO, decimos POR TI. Así que vagamos durante unos cuantos años como barcos que surcan océanos distantes; como desconocidos que se aman pero que no se entienden y que hablan lenguas muy dispares. Pero, como madres, confiamos en que, cuando crezcan y se adentren en los mares de la madurez, entiendan ese idioma que les parecía tan déspota e incomprensible. Puede que entonces, no sea necesario explicarles los entresijos de aquél extraño lenguaje que aborrecían y, con mirarnos a los ojos, sea suficiente. Puede que, inmersos en ese mágico silencio, contemplarnos como adultos el uno al otro baste para comprendernos finalmente.

© 2008 - 2024 () elembarazo.net. Todos los derechos reservados.

o

Inicia Sesión con tu Usuario y Contraseña

o    

¿Olvidó sus datos?

o

Create Account