La magia


Navidad

Llega la Navidad. Las calles se visten de fiesta como de centellas fulgentes las miradas de nuestros pequeños. Sus manitas, encogidas por el frío del recién estrenado invierno, se atropellan frente a los escaparates que lucen sus mejores galas y un abanico interminable de juguetes. Se pelean por ser los primeros en rociar las vitrinas con su trémulo aliento para «pedirse» todo lo que su vista alcance, como si de ello dependiera que sus deseos se hicieran realidad. Y se arrojan hambrientos y alterados contra los cristales tras los que se protege esa fastuosa exhibición de muñecos y cachivaches que parece haber descendido del mismo cielo. Resulta sobrecogedor y, a la vez, demasiado excitante.

No saben casi ni por dónde empezar. Hay cacharros con ruedas, otros con pedales y con banderas de piratas. Hay trajes de princesa, sombreros de bruja, antifaces y bebés que lloran o perritos que pasean. Puzles, sonajeros, tableros musicales, garajes y coches de carrera. Camiones, grúas y monstruitos que se transforman bajo el embrujo de la imaginación más despierta. Dinosaurios, gatitos que maúllan y muñecas que te arrullan con el encanto de una sirena. Correpasillos, plastilinas, abalorios, teclados, construcciones de piezas que imitan a los planetas. Barcos y castillos. Triciclos, patinetes, cocinitas y sus innumerables utensilios. Todo lo que la fantasía pueda concebir está simplemente ahí, tras esa cortina de vidrio empañado por el jadeo exaltado de una jauría de niños.

Después, con la emoción atorando la mente y el habla, comienzan la ardua y hermosa tarea de elegir, de escribir las cartas oportunas cuya apertura recita la bondad de todas sus acciones olvidando aquellas «cositas feas» que podrían evitar que se vieran cumplidos sus sueños. «He sido un niño bueno», escriben despacio y con la mejor letra. Es todo un ritual pero un ritual mágico. Incluso lidiar con su inagotable cantinela de «eso también lo quiero» forma parte del proceso. Es como un hechizo al que, con más o menos ganas, con más o menos recursos, nos vemos abocados sin otra salida que la de nadar contra corriente. Y, aunque nos quejamos por la brutal inyección de purpurina, guirnaldas, publicidad y consumismo al que se nos somete, finalmente, a nuestro modo, nos dejamos llevar por esas corrientes bravías y engalanadas que anegan nuestras ciudades.

En cierto sentido resarcimos nuestra impotencia, si la hay, dejándonos llevar por la belleza de las luces teñidas que ondean entre balcones; por las tiendas ataviadas de colores imposibles; por la navideña escenografía que nos recrea la vista y que hace que todo, por un momento, parezca tan distinto. Tan fácil. Tan hermoso. Aunque, lo que más intensamente colma nuestro pecho de aire puro y reparador es el poder contemplar el entusiasmo de nuestros niños; el ser capaces de acariciar con nuestros ojos esas sonrisas temblorosas y emocionadas que se paralizan, por admiración y por miedo, ante la majestuosa presencia de un traje rojo o de tres regias coronas procedentes de Oriente. Es magia pura. Es el conjuro personificado de la fe incondicional, del absoluto convencimiento de que todo es posible, sin peros, sin dudas, sin necesidad de un por qué. Aquella sensación que también un día nosotras tuvimos y que perdimos al desvanecerse nuestra niñez.

Dicen que creces cuando dejas de creer. Que es uno de los primeros pasos. Que es síntoma de madurez el percatarse de que todo, a fin de cuentas, es una patraña inventada y que no hay Reyes ni Magos ni Papá Noel que lleven la cuenta de nuestros buenos actos y nos recompensen con regalos al llegar la Navidad. Dicen, algunos, que es casi insano alimentar la creencia de que existe algo misterioso y fascinante ahí fuera que nos brinde sus presentes si hacemos las cosas bien. Dicen que es hasta despiadado disfrazar, ante nuestros hijos, una realidad que puede llegar a ser infinitamente injusta y cruel. Y que, por desgracia, tantas veces lo es. Dicen que es mejor que se enfrenten a la verdad sin tapujos ni adornos ni medias tintas para así evitar la decepción y hacer de ellos seres sensatos, realistas, cabales e instruidos en las carencias de un planeta que flota en el vacío estelar.

Puede que tengan razón. Y aun así prefiero pensar que tanta mentira tiene un sentido. Creer en la magia, aunque dure solo unos años, nos permite vibrar y soñar al son de nuestros deseos con la certeza de que nada es imposible. Podemos ilusionarnos sin miedo. Podemos aspirar a cualquier cosa, a cualquiera, sin cortarnos las alas y sin torturarnos con ideas pesimistas que mancillen la emoción del momento. Podemos ascender tan alto como queramos sin temer que el fuego ponga fin a nuestro vuelo. Podemos brillar, deslumbrar a los cometas, sorprendernos con anhelos que desafíen las sombrías leyes de la lógica. Podemos entregarnos, a fin de cuentas, a la generosidad de algo más grande y poderoso.

Pero de aquello apenas queda en nosotros rastro alguno. Muchos echamos, con el tiempo, esa pureza infantil al cubo de la basura porque la razón demuestra que es una locura continuar creyendo que existe una mano mágica que nos quiera traer cosas buenas. Suena a ingenuo. Basta con mirar a nuestro alrededor o ver las noticias. Pero me pregunto si, tal vez, ese remoto recuerdo, esa pizca de inocencia que transitó una vez por nuestros corazones, puede echarnos una mano ahora que hemos crecido y esputado con furia a los atropellos y crudezas del universo adulto. Puede que, ese regusto de esperanza plena, ese aroma a certidumbre y a entrega, esa carantoña de eufórica calma que gozamos cuando fuimos niños, pueda reconducir la sensación de desengaño que sufrimos después, y que tildamos de realismo, hacia un puerto de confianza renovada y de pensamientos positivos. Tal vez, el hecho de haber creído al menos una vez en la vida, haya adiestrado nuestra alma en algún sentido. Puede que precisamente ese adiestramiento nos permita echar la mirada atrás cuando las cosas de la vida arquean nuestra boca con el gesto del tormento y que así podamos recordar, paladear de nuevo aquella fe en que, por qué no, nuestros deseos podrían hacerse realidad. En fin, que todo, de verdad, podría ir bien.

Por eso quiero seguir con la farsa. Quiero que mis hijos aprendan a soñar sin fronteras; a creer que todo lo que quieran ser pueden serlo si lo desean con fuerza. Quiero que paladeen por una vez qué significa surcar el cielo sin cortapisas para que, si, con los años, les azotan huracanes o confunden horizontes, si arrojan la ilusión por la borda o renuncian a sonreír por evitar el desengaño, puedan echar mano del pasado. Quiero que tengan algo, aunque esté escondido y casi olvidado, que les permita recordar la sensación de la ilusión. Sin trabas. Quiero que sepan hallar esa armonía en medio del caos y que rescaten al menos una parte de aquella confianza de la que gozaron un día. Que recuperen el aliento. Que abran la puerta a todas las posibilidades sin ceñirse únicamente a las que duelen y entorpecen. Quiero que, aunque sea por un instante, crean de nuevo en todas las cosas buenas que les depara el destino. Que recuerden qué significa confiar, soltar amarras, dejarse llevar por las misteriosas aguas de la vida y acoger con los brazos abiertos cada uno de sus regalos. Que, cuando crezcan, puedan hallar algún consuelo en medio del desesperanzado mundo que nos rodea. Y, precisamente por eso, ahora que puedo, pienso atiborrarles de magia y vivir agarradita a su mano la fantástica aventura de Papá Noel y de los Reyes Magos.

 

 

 

 

 

 

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