Madre desde ese día

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Dicen que empieza a partir de ese instante en que tu cuerpo expulsa, entre jadeos y sangre, otro ser vivo, más pequeño, más inocente y frágil. Puede que incluso más humano y puro. Dicen que es entonces cuando oficialmente te conviertes en madre y cambia tu vida para siempre. Que desde ese momento ya nunca más contemplarás el mundo con los mismos ojos ni recordarás primero tu nombre. Que dejarás tu corazón y tu vida entera en manos de alguien que ni siquiera sostiene solito su cabeza…Que llorarás aunque las lágrimas no sean ya tuyas y sonreirás como tonta ante su sola presencia. Que perderás la soberanía de aquellos dominios de independencia absoluta, aquellos que se te antojaban tan indiscutibles y lógicos, y verás cómo, con el roce de una manita diminuta y tersa, pierden todo su equilibrio y fuerza. Dicen que derrocharás tu ser ante su primer aliento y que, hasta el día en que te mueras, perseguirás el rastro de su existencia como un can que escolta a su amo y que jamás lo abandona. Que velarás por mantener como puedas su dicha intacta y que sufrirás por no ser una diosa que lo proteja de todas las cosas malas. Dicen que al dar a luz a esa vida, recobrarás la tuya y la perderás para siempre en las cálidas entrañas del amor más grande que existe.

Dicen que ese es el principio de todo…pero, de alguna manera, creo que ese todo comienza mucho antes. Antes del parto y antes de escuchar por vez primera sus latidos. Antes de sentir el azote de sus movimientos bajo el vientre o el eco de su voz imaginada entre los pliegues de la almohada. Antes de comprar ese test milagroso en la farmacia o incluso antes de intuir que algo ha cambiado en esa barriga aparentemente estrecha y prieta. Yo creo que el viaje de la maternidad se emprende el día en que tomas la firme decisión de abrazar a alguien con toda tu alma. De traer a un ser a este mundo o de acogerlo en el espacio de tu pecho henchido de afecto. De ceder ese puesto de autonomía aparente al que te habías acostumbrado para abandonarte al espectáculo y la experiencia de ser origen, amparo y ternura para alguien que ni siquiera intuyes. De amarlo como si no hubiera un mañana y de hacerlo sin pedir nada a cambio. De degustar aquello que, en verdad, hace que el mundo dé vueltas.

Y ese día, aunque aparentemente todo permanezca inmutable, te sientes diferente. Aunque la calzada discurra por el mismo camino o tu piel resienta el frío como lo hizo ayer. Aunque te arrastre la rutina con sus carros armados de quehaceres y te rindas al espeso movimiento de sus ruedas comprimiendo el ancho y largo de tu jornada. Aunque resoples. Aunque te detengas en ese escaparate fingiendo no mirar nada. Aunque te acuestes aturdida por el confuso y vibrante tráfico de reflexiones y apuntes mentales. Aunque no digas una palabra. Estás distinta. Cada pesar o cada tontería, cada recodo de esas horas que han transcurrido como todas las otras, se consuela en el oasis de la decisión que llamea incombustible en tu interior.  Cada pensamiento te lleva, como una fiera tras su presa, a la idea de que quieres ser madre. Y entonces sonríes…


Y lo haces sin garantía alguna. Porque nadie puede predecir cómo te irá en este novedoso e ignoto periplo. Aunque no sea tu primera vez…Y es que nadie puede predecir, en ningún caso, si tu panza será fecunda o si la naturaleza te cerrará unas puertas para abrirte otras. Nadie puede brindarte la fórmula mágica que te permita penetrar la estancia oscura del tiempo para fisgar entre sus cosas y hallar la respuesta a tus preguntas. No hay galleta de la suerte que acierte a resolver cuál será tu bolsa de viaje ni en qué estación de tren toparás con tu destino. Es como una niebla espesa henchida de diminutas burbujas que te hacen cosquillas bajo la piel. Un paraje denso que te atemoriza con sus señales de peligro y sus telas de arañas, con las historias de miedo que escuchaste de niña y las advertencias que descubres en los rostros de otras madres. De todas esas que te dicen que ya no tienen horas que dedicarse a sí mismas; que retozan en charcos bañados por la culpa y la preocupación; que solo saben contar lo peor.

Pero percibes el borboteo  incesante de algo que parece tu sangre reclamando a gritos más de ti, más de todo lo que guardas en tu interior, más de ese cáliz sagrado tan tuyo que exige derramarse y compartirse. Y distingues algo como el eco de una voz muy quieta e incisiva que te rodea las sienes y el corazón. Como una llamada que no reconoces pero que insiste en que la atiendas. Es visceral, inconsciente, impulsiva e irracional. Como si, desde el otro lado, te estuvieran pidiendo asilo, amparo, amor, en un idioma inexistente. Como si­ -qué hermoso sería-  alguien estuviera de verdad llamando a tu puerta. Buscándote. Persiguiéndote de la misma forma en que tú piensas cuando dices que quieres ser madre.

Me gusta pensar que es una búsqueda y aceptación mutua. Que lanzamos una señal al universo en el mismo instante en que decidimos emprender el camino de la maternidad. Y que alguien, ahí fuera, hace lo mismo. Que se crea una conexión invisible e indeleble entre dos almas que deciden conocerse y amarse para siempre. Que tanto los buscamos a ellos como ellos a nosotras. Y no solo desde ese otro lado, imaginario o real, absurdo, improbable o inverosímil.  También desde este lado de la vida en el que nacen tantos seres extraordinarios y tan solos…Porque creo que también ellos, al arrojar encogidos sus pensamientos al cielo, buscan instintivamente una mamá que venga a recogerlos. Y llega el día cuando se terminan los papeleos y los tediosos trámites, y tú recibes su foto.  Así que da igual el modo en que nos llegan pero creo que, cuando llegan, lo hacen porque nos hemos perseguido bajo el manto del tiempo y del espacio hasta, finalmente, poder rozarnos con los dedos.

Hasta entonces, no sabemos cuánto durará la aventura ni si perderemos las maletas o la esperanza por el camino. No sabemos  si toparemos con calzadas cubiertas de nieve y plomo o si descenderemos ligeras por tierras fértiles y llanas. No sabemos si cambiaremos las ruedas o las ideas que teníamos al principio. Ni si acogerá nuestro vientre su presencia o si la descubriremos tras el muro de la burocracia de algún país remoto. Lo que sé es que cuando decidimos realmente que queremos ser madres, sonreímos. Aunque no hayamos actuado todavía en consecuencia. El simple hecho de saberlo, de reconocerlo, de imaginarnos de un modo tan distinto y casi ajeno, constituye el primer paso que damos y por eso cambiamos. Y es que, desde ese día, una parte de nosotras ya es un poquito madre…

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