Maternidad, maestra

maternidad maestraLlegó la noticia bajo el caluroso manto del mes de agosto, serpenteando entre los preparativos veraniegos que apuntan al mar y saben a yodo y sal. Me sorprendió sin sombrilla ni  protección solar, con la guardia bajada y con la arena retozando entre las comisuras de mis labios. Vino así,  un poco de repente, aunque acierto a recordar que ya había sospechado algo antes. «Esta barriga no es mía», pensaba. Y es que era diferente, más abultada, más redonda, más echada para adelante. Y mi humor, zarandeado por las altas temperaturas y por un bebé de 14 meses que apenas dormía parecía, también, algo más desordenado de lo que cabría esperar. Hasta que quizá el instinto, tal vez el roce de ese alma errante revoloteándome cerca y susurrándome a los oídos, o puede que mi empeño en saber si aquellas extrañas redondeces me iban a imponer una dieta postvacacional,  me obligaron a comprar un test de embarazo y a acabar con las dudas. Estábamos en Roma…parece que lo estoy viendo…

Y aparecieron dos palitos azules que notificaban casi tres semanas de gestación. Saltaba, saltábamos de alegría y de una especie de desconcierto previsto. Mis suposiciones eran ciertas. Se había confirmado el arribo de un hermanito o de una hermanita para nuestro pequeño. El pobrecito no entendía nada de lo que estaba sucediendo pero atendía con entusiasmo nuestros dispendios de besos, abrazos y felicitaciones. Y yo, acurrucándole en el cuenco de mi pecho, le intenté explicar, consciente de lo infructuoso que sería aquello, el motivo de nuestra alegría. ¡Qué más daba!. La familia crecía.

Pero no tuve oportunidad de regocijarme en mi estado de buena esperanza. No fue aquél un embarazo como lo fue el primero. Me faltaba tiempo para detenerme en el espejo y admirar mi panza colmada de vida. Para acariciármela sin venir a cuento  y sin pensar en nada, para dejarme absorber por aquél generoso cielo que había desparramado su magia entre mis entrañas, no hallaba hueco. Pasaban los días como instantes aferrados a la cola de un cometa que lleva prisa. Entregada al trabajo, a los quehaceres acuciados por el mandato de esas fechas que no perdonan, a las llamadas, a los mails y las reuniones, a la rutina, tantas veces desquiciada, del mundo laboral. Y después, me veía arrojada al apremiante universo de un bebé de poco más de un año. Felizmente enredada en sus demandas, en sus  juegos y diabluras, en sus rituales y sus horarios. En su sonrisa.

Aquellos cándidos ojos, enormes y curiosos, brillantes, que me miraban despojándome de preocupaciones y tonterías. Aquellas manitas que me agarraban tan fuerte y no me soltaban hasta que sonreía. Aquella criatura que me tenía locamente enamorada, me salvaba también de la locura. Por la noche, tras acostarlo y derretirme en la imagen de sus ojos bendecidos por el sueño, caía rendida por el cansancio. Me esparcía sobre los pliegues de un sofá que soportaba con resignación las extrañas posturas a las que me sometía para aliviar los dolores. Luego me percataba de que alguien seguía conmigo, de que no estaba sola. Me postraba ante la certeza de que seguía embarazada…Porque, ¡qué cabeza la mía!, casi lo había olvidado…Y es que los días, a pesar de su apremio, se me hacían tan largos…

Entonces me agredía la culpa con sus insolentes bocados. Me atropellaba con sus injurias porque no le estaba haciendo caso. Porque ese otro bebé, que navegaba entre mis caderas, no recibía suficientes atenciones, caricias, pensamientos, palabras bonitas…Porque no era capaz de dedicarme a él lo suficiente para trasladarle el mensaje de que yo seguía queriendo ser su madre. Me cubría la cara tras la humedad de tantas lágrimas amontonadas en el puño de mi chaqueta. «No sé qué decirte» pensaba. «No sé cómo disculparme, mi vida»…


Pero lo que más temía era no quererle. Al menos no tanto como a mi primer hijo. ¿Tendría suficiente amor para los dos? ¿Sería posible amar a otro pequeño con la misma intensidad? ¿Y sentir mis huesos extraviar su fuerza ante la belleza de otros ojos, de otro cuerpecito blando, de otro recién nacido? ¿Sería el mío un corazón así de inmenso? Me preguntaba qué sería de mí si no conseguía sentir lo mismo…Si aquella leyenda de que se ama a los hijos por igual era un cuento de esos que se cuentan por no decir la verdad. Una verdad más cruda, más fiera, más secreta. Una que fuera por todos conocida y encubierta.

Yo quería amar a esa criatura tanto como amaba a mi pequeño principito. Pero no con ese amor instintivo, natural, innato, que te posee desde el instante en que abrazas a tu bebé en el paritorio. O como cuando lo envuelves con tu pensamiento encandilado meses atrás. No con ese sentimiento que te dispensa la naturaleza por defecto y que acuna tu alma bajo la cúpula del firmamento estrellado. No con ese impulso arrollador que te sobrecoge sin remedio al saber que estás encinta y que desencadena en tu interior un afán de protección irresistible. No. Yo quería amarle con conocimiento. Conscientemente. Sentirme estremecida por la ingenuidad concreta de su ser, por la particularidad de sus rasgos, de sus gestos, de sus llantos, de sus muecas y de sus sonrisas.  Quería que fuera algo más que el instinto maternal.  Y no estaba segura de ser capaz de lograrlo de nuevo.

Me aterraba no solo no saber organizarme el tiempo cuando llegara la criatura sino que el derroche de cariños y arrumacos terminara siendo injusto y parcial. Que, sin pretenderlo, prefiriese pasar mi tiempo disfrutando de las ocurrencias de una personita de apenas un año que con las demandas de un cachorrito humano apenas llegado al mundo. Temía que, el alud de compromisos que me arrollaban cada día, nos alejase al uno del otro y nos resultara imposible forjar un vínculo lo bastante fuerte. Que fallara algo en el camino por haberme distraído o dedicado a los deberes y menesteres de la vida exterior en lugar de asomarme a su presencia bajo mi ombligo. Que, por haber desatendido su viaje al amparo de mi vientre, nuestra unión estuviera destinada a ser más débil, más frágil, más distante. Que por no acariciarme la barriga lo suficiente no pudiéramos nunca querernos como quería a mi primer hijo. Me asustaba la idea de traer un ser a este lado sin la promesa de un amor especial y único.

Pero… ¡qué atrevida es la ignorancia! ¡Qué locura desatan las hormonas y el agotamiento! ¡Qué equivocados eran mis desatinos! Aquellos pensamientos sombríos y lentos, aquellas  ideas torpes y contrapuestas que me embestían no podían estar más alejadas de la realidad. Creí que carecería de amor o de fuerza. Que la adoración que sentía por mi primogénito era incomparable, inalcanzable, imposible de equiparar. Pensé que el corazón, como cualquier otro órgano, moraba entre las cuatro paredes de un cuerpo humano olvidando que, en realidad, habita en la eternidad del ánima. Que es un estado sin patria ni bandera. Olvidé que, en la ausencia de confines, prospera sin mapas ni metas que condicionen el curso de su inagotable e inmortal esencia.

Y en medio de tanto olvido y de tanto miedo, tuve una niña. Una hermosa criatura a la que amé incondicionalmente apenas rozó su piel con la mía.  Una princesa a la que, contra toda duda, he aprendido a amar con plena consciencia y a la que admiro por cada uno de esos rasgos que la hacen extraordinaria. Así que, una vez más, la maternidad me ha sorprendido con sus inverosímiles hazañas y sus lecciones de vida. Una vez más ha tirado por tierra todas esas ideas preconcebidas que abigarraban mi mente y mi alma. Que enturbiaban, sin yo saberlo, mi camino. Y me ha abierto las puertas a un AMOR con mayúsculas cuya llave maestra luce el venerado nombre de mis dos hijos.

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