Ayer te observé desde la ventana empañada por las lágrimas de esas nubes que engordan el invierno. Tu pelo lucía espléndido…largo, enredado, zarandeado por el viento. Hacía frío pero parecías no sentirlo. Tal vez por ese beso de «hasta mañana, cielo» que te había brindado tu primer novio, ese pretendiente que te ha conquistado y sobre el que me mientes diciendo que es solo un amigo. Y yo finjo que te creo… En fin, ahí estabas. Exultante, esbelta, tan hermosa…y tan mayor…
Abriste la puerta con un desaire al que ya nos tienes habituados. Tus quince años, esos de la llamada «edad bonita», te están convirtiendo en una señorita que se cree dueña del universo, y sobre todo, de la verdad con mayúsculas. Al fin y al cabo, crees que tu padre y yo somos unos viejos anclados en el pasado, en ese ayer perdido y desinflado, en otros tiempos en los que las cosas funcionaban de otro modo. No sabemos nada. Tal vez por eso crees que no te íbamos a entender si nos dijeras que el amor había llamado a tu puerta…
Pusiste rumbo a tu habitación, supongo que para confinarte en tu mundo de magia, para recordar todos los instantes atiborrados de esa pasión recién descubierta que estabas experimentando; para sentir el aroma de un arrebato de amor que te estaba aligerando los pies y esculpiéndote alas. Allí, en medio de ese oasis privado en que has transformado tu habitación, yacías, mirando al infinito, soñando, elucubrando, evocando, sonriendo…
Y yo…yo quería acceder a ese cosmos impregnado de ti y tan tuyo. Y quería hacerlo con la misma naturalidad con la que lo hacía antes, como cuando no cerrabas tu puerta a cal y canto o saltabas encima de la cama y te escondías detrás del baúl fingiendo que eras invisible; como cuando abandonabas tus juguetes esparcidos por la casa con la desidia que caracteriza a los niños. Quería cogerte de la mano, en ese preciso instante, y acurrucarme a tu lado como si no fuera tu enemiga sino más bien lo contrario…
Pero percibí el olor de tu rechazo o la furia de esa independencia que reclamas a voces y a la que tienes todo el derecho. Quizá no tenía que ver con el hecho de que soy tu madre, la que te riñe y castiga, la que te fija esos límites que no entiendes, la que te recuerda que habitas en ese limbo entre la infancia y la madurez al que estás condenada por un tiempo. Puede que simplemente ayer estuvieras cansada y necesitaras un momento, un espacio, un rato a solas contigo misma. Puede que, simplemente, estés creciendo…
Al llegar la hora de la cena, te sentaste como si nada y disimulaste que estabas, por primera vez, enamorada. Hablamos de tonterías, de cómo nos había ido el día, del tiempo, de la dichosa lluvia que no cesa, de que necesitas unos zapatos nuevos, de que los exámenes te están agotando y alguna que otra broma. Pero ni una palabra de esa amistad especial que te hace vagar y deambular como un fantasma enajenado. Ni una sola mención a un cambio tan abrumador como apasionante que había irrumpido en tu preciosa vida.
«Son cosas de crías», me dije. «Debo concederle cierta holgura y que sea ella la que saque el tema a colación», «lo hará cuando esté preparada», «nada hay peor que meterle prisa»…Y mientras pensaba moría a la espera de un gesto, de una mueca tuya, de una expresión cualquiera que pusiese la verdad sobre la mesa…Quería que tus secretos fueran también míos, que no hubiera un vacío llenito de imaginaciones mías; que dieses forma a esas horas que habían transcurrido desde que habías salido de casa hasta que habías regresado; que confiases en mí como lo hacías…
Cuando eras cría todo era tan distinto…Sabía dónde estabas y con quién, qué pensabas de esto o aquello— porque me lo contabas—, cuáles eran tus miedos y las causas de tus pesadillas, a qué jugabas en el patio o qué sueños perfilaban en tus labios una sonrisa. Y si me preguntabas, acogías mis respuestas como agua fresca en un desierto. Admitías, sin lugar a dudas, que tu madre sabía algo más que tú, que podía enseñarte y, a la vez, cogerte de la mano. Era un pozo de sabiduría al que te arrojabas a ciegas.
Sin embargo, has cambiado. Y ahora piensas que no tengo ni idea, que mi adolescencia fue diferente, que corrían otros tiempos. Te enervas porque crees que no me doy cuenta de cómo es la juventud, porque te digo a tantas cosas que no. Pero, princesa mía, tampoco es fácil para mí. Debo todavía tener firme la correa mientras te deshaces de la niñez. Aunque creas que sabes atarte los cordones, que eres capaz de tomar tus decisiones, que de ingenua tienes bien poco, que has entendido que no existe ni caperucita ni el lobo, debo todavía echarte un cable a extirpar los últimos retazos de tu infancia. Y cuando estés lista, cuando ya ni te acuerdes de tus muñecas, cuando hayas vivido y sufrido un poco, cuando aprendas a calibrar un poco mejor las reglas del mundo adulto, serás libre. Y, en cierto modo, serás libre también de mí y de la intensa tutela a la que te tengo acostumbrada…Pero es que entonces, ya no serás una niña.
Sé que ya has emprendido ese viaje hacia la madurez; que has dado algunos pasos hacia la locura de esa supuesta cordura que se confiere a los mayores; que ya no eres un bebé. Soy consciente, a pesar de lo que duele, de que ya no estaré a tu lado a cada instante, de que sabré de ti solo lo que tú quieras que sepa. Ni más ni menos. Y de que podré ayudarte solo si me lo pides, si me hablas de tus dolencias, si cuentas conmigo. De que seguiré junto a ti si me dejas, si de mí no te alejas…Lo sé, aunque no te lo parezca…
Al acabar de cenar, recogimos entre todos los platos, los vasos, los distintos comentarios que habíamos intercambiado entre risas y algún que otro pequeño enfado. A tu edad cualquier cosa parece ponerte los nervios de punta…Entiéndenos…No es nuestra intención juzgarte, solo queremos saber…En cualquier caso, tras ese tira y afloja que nos ha impuesto tu pubertad y con el que estamos bastante familiarizados, nos esparcimos en el sofá con la fatiga y la complicidad a cuestas. Como era habitual, tu cabeza yacía recostada sobre mis piernas para que pudiera acariciar tu cabello y también tu espalda…Y cuando menos lo esperaba, te giraste y, clavando tu mirada en el techo, dijiste: «mamá, ¿sabes? no es solo un amigo». Sonreí. En el fondo, puede que, aunque te estés yendo, aunque te estés encaminando hacia un mundo tan opuesto al de la niñez y que hará de ti una mujer, nunca te hayas ido. Puede que, aunque estés cambiando y creciendo, aunque estés mutando y madurando, niña mía, tú sepas que siempre puedes contar conmigo.