Bendito septiembre

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Bendito septiembre


Caen las hojas descontando las horas que apuntan el final de un sueño, que, a ratos, se agitó entre delirios. Aún recuerdo esos primeros días de este pálido verano... Recuerdo cómo los minutos se me antojaban eternos buscando, torpemente, una distracción mientras sus ojos, desganados y rasgados por el aburrimiento, me trepaban por las rodillas para consultarme en qué podían ocupar el tiempo. La costumbre de los horarios, de la disciplina, de los pasatiempos con los amigos de la escuela, de la curiosidad atiborrada de conocimientos nuevos, de la rutina de tantos meses de frío apilados a la espalda, los había ceñido fuertemente entre sus brazos y había sellado sus labios. Y, en cierto modo, también la espontaneidad de su imaginación.

Mis hijos se sentían huérfanos, desamparados ante el vasto reino de las vacaciones

Parecía que les habían lanzado al vacío y que no sabían qué inventar si no era entre las cuatro paredes del aula. El invierno había transcurrido tan preñado de acción y de aventuras, tan empachado de actividades tropezando unas con otras, que la sola idea de no tener realmente «nada que hacer», les había cortado el aliento. Era como si ya no tuvieran alas.

Sus inquietas mentes habían recibido a lo largo de todo el año una dosis de estimulación descomunal contra la que yo, personalmente, no podía competir. Ideas, alguna tenía. Juguetes, por suerte, tampoco faltaban. Pero tiempo... tiempo para pasarme las horas haciendo puzles o dibujando coches de carrera o concibiendo algún plan para abordar un barco pirata o para disfrazarnos de duendes y patear el balón de spiderman o para leer varios relatos de seguido... no tenía.

Y mentiría si dijera que rebosaba paciencia. Esa, desafortunadamente, es una compañía con la que no siempre cuento. A veces la tengo y a veces la pierdo. A veces la advierto en la lejanía, remota y hostil, y otras la siento tan presente como el aire que atraviesa mi garganta. A veces parezco olvidarla por completo y otras rezumo el perfume que vierte generosa en cada poro de mi piel. La busco con empeño y, en ocasiones, no la encuentro...

Así, que ahí estaba yo, bajo los primeros y menguados rayos de ese sol pre veraniego, observando a esas pequeñas y adorables criaturas estrenando sus merecidas vacaciones y preguntándome si sería capaz de bandear el temporal; si lograría neutralizar sus diabluras, sin gritos ni castigos; si hallaría la fuerza para resistir la agonía de su hastío cuando se me extinguieran la fantasía y el humor o si podría mantener la cordura cuando la locura tirase por tierra la diversión. Pero, sobre todo, me preguntaba por el motivo de tanta preocupación...

En realidad, en múltiples ocasiones había suspirado por unas horas más a su lado

Tantas veces había tenido la sensación de disponer apenas del tiempo para que me contasen, si lo recordaban o si les venía en gana, qué habían hecho en el colegio, qué habían aprendido, con quiénes habían jugado o si tenían alguna tarea. Y después todo venía rodado: íbamos a casa a cenar, después de un buen baño, y a recargar las pilas para afrontar otro intenso día. Para las 9 de la noche sentía sus bostezos esculpidos en el corazón de un profundo sueño. No habíamos tenido oportunidad para hacer prácticamente nada al margen del protocolo diario. Y me quejaba por ello. Pero no tenía sentido el vahído de aquellos de mis lamentos si ahora mede atoraba la desazón ante el abismo de todo un verano por delante.

Y, fíjate... ya ha pasado. Así de rápido. Se ha esfumado como purpurina en medio de un tornado de risas, riñas, abrazos, algo de histeria, algunos castigos, canciones que se han tarareado casi solas, descanso, cansancio, paz de esa que luce la brisa hirviente, juegos improvisados, alegría, también quejas y disputas, besos usurpados con impunidad... si... tantos besos... A la velocidad
de un rayo, ha concluido ese temido período de prolongado ocio todos juntos. Hemos abierto los ojos extraviando ese sueño, que a veces, se ha transformado en pesadilla. Y diría que nos hemos divertido.

En medio de una cierta anarquía, estos pequeños han acumulado saltos infinitos en la piscina y escondido sus pasos entre las olas del mar; han quebrado el reloj del invierno y han infringido sus normas; han menospreciado el lecho con un efímero reposo y han hecho nuevos amigos. Han correteado por lugares fingidos y han arriesgado lo que han podido. Seguramente han tripulado el navío de sus emociones hacia nuevas orillas pero no nos lo han dicho. Ellos han crecido. Y nosotros hemos sido testigos, compañeros, capitanes, bregando por no sucumbir ante la enorme fuerza de sus agitadas aguas...

Me sorprende un nostálgico gesto columpiándose travieso sobre mis labios, manoseando los bellos recuerdos teñidos de arena y de cloro, regodeándose en la hermosa expresión de esos rostros bronceados y juguetones. Mucho más mayores... mis chiquitines... Ahora que se han terminado las vacaciones los echaré de menos... Al menos al principio. O aunque sea un poco. No puedo negar que siento un cierto alivio que procuro no pronunciar muy alto para que la culpa, pérfida dama que olfatea la más insignificante de las brechas para pervertir mi mente, no se despierte y me tilde de criminal. Delincuente por desear estar a solas o que sean otros quienes ocupen algunas de sus horas; malhechora por querer quererlos a estos hijos algo lejos. Aunque tal vez este sentimiento forme parte del trato que he firmado como madre y, en el fondo, deba aceptar el vivir dividida, imbuida de ese código del «contigo pero sin ti»... Tal vez sea necesario lo segundo para consentir lo primero o puede que sean condiciones inseparables. Tal vez tenga pleno derecho a ansiar el arribo de esa rutina que retoza por los pasillos atestados de mochilas y de libros y de pensar en disponer de tiempo para mí sin culparme. Tal vez no debería olvidar nunca, ni siquiera en este instante, que debo ser persona además de madre. Y creo que, por ser lo primero, una vez más, sabré perdonarme.

 

lidia


Caen las hojas descontando las horas que apuntan el final de un sueño, que, a ratos, se agitó entre delirios. Aún recuerdo esos primeros días de este pálido verano... Recuerdo cómo los minutos se me antojaban eternos buscando, torpemente, una distracción mientras sus ojos, desganados y rasgados por el aburrimiento, me trepaban por las rodillas para consultarme en qué podían ocupar el tiempo. La costumbre de los horarios, de la disciplina, de los pasatiempos con los amigos de la escuela, de la curiosidad atiborrada de conocimientos nuevos, de la rutina de tantos meses de frío apilados a la espalda, los había ceñido fuertemente entre sus brazos y había sellado sus labios. Y, en cierto modo, también la espontaneidad de su imaginación.

Mis hijos se sentían huérfanos, desamparados ante el vasto reino de las vacaciones

Parecía que les habían lanzado al vacío y que no sabían qué inventar si no era entre las cuatro paredes del aula. El invierno había transcurrido tan preñado de acción y de aventuras, tan empachado de actividades tropezando unas con otras, que la sola idea de no tener realmente «nada que hacer», les había cortado el aliento. Era como si ya no tuvieran alas.

Sus inquietas mentes habían recibido a lo largo de todo el año una dosis de estimulación descomunal contra la que yo, personalmente, no podía competir. Ideas, alguna tenía. Juguetes, por suerte, tampoco faltaban. Pero tiempo... tiempo para pasarme las horas haciendo puzles o dibujando coches de carrera o concibiendo algún plan para abordar un barco pirata o para disfrazarnos de duendes y patear el balón de spiderman o para leer varios relatos de seguido... no tenía.

Y mentiría si dijera que rebosaba paciencia. Esa, desafortunadamente, es una compañía con la que no siempre cuento. A veces la tengo y a veces la pierdo. A veces la advierto en la lejanía, remota y hostil, y otras la siento tan presente como el aire que atraviesa mi garganta. A veces parezco olvidarla por completo y otras rezumo el perfume que vierte generosa en cada poro de mi piel. La busco con empeño y, en ocasiones, no la encuentro...

Así, que ahí estaba yo, bajo los primeros y menguados rayos de ese sol pre veraniego, observando a esas pequeñas y adorables criaturas estrenando sus merecidas vacaciones y preguntándome si sería capaz de bandear el temporal; si lograría neutralizar sus diabluras, sin gritos ni castigos; si hallaría la fuerza para resistir la agonía de su hastío cuando se me extinguieran la fantasía y el humor o si podría mantener la cordura cuando la locura tirase por tierra la diversión. Pero, sobre todo, me preguntaba por el motivo de tanta preocupación...

En realidad, en múltiples ocasiones había suspirado por unas horas más a su lado

Tantas veces había tenido la sensación de disponer apenas del tiempo para que me contasen, si lo recordaban o si les venía en gana, qué habían hecho en el colegio, qué habían aprendido, con quiénes habían jugado o si tenían alguna tarea. Y después todo venía rodado: íbamos a casa a cenar, después de un buen baño, y a recargar las pilas para afrontar otro intenso día. Para las 9 de la noche sentía sus bostezos esculpidos en el corazón de un profundo sueño. No habíamos tenido oportunidad para hacer prácticamente nada al margen del protocolo diario. Y me quejaba por ello. Pero no tenía sentido el vahído de aquellos de mis lamentos si ahora mede atoraba la desazón ante el abismo de todo un verano por delante.

Y, fíjate... ya ha pasado. Así de rápido. Se ha esfumado como purpurina en medio de un tornado de risas, riñas, abrazos, algo de histeria, algunos castigos, canciones que se han tarareado casi solas, descanso, cansancio, paz de esa que luce la brisa hirviente, juegos improvisados, alegría, también quejas y disputas, besos usurpados con impunidad... si... tantos besos... A la velocidad
de un rayo, ha concluido ese temido período de prolongado ocio todos juntos. Hemos abierto los ojos extraviando ese sueño, que a veces, se ha transformado en pesadilla. Y diría que nos hemos divertido.

En medio de una cierta anarquía, estos pequeños han acumulado saltos infinitos en la piscina y escondido sus pasos entre las olas del mar; han quebrado el reloj del invierno y han infringido sus normas; han menospreciado el lecho con un efímero reposo y han hecho nuevos amigos. Han correteado por lugares fingidos y han arriesgado lo que han podido. Seguramente han tripulado el navío de sus emociones hacia nuevas orillas pero no nos lo han dicho. Ellos han crecido. Y nosotros hemos sido testigos, compañeros, capitanes, bregando por no sucumbir ante la enorme fuerza de sus agitadas aguas...

Me sorprende un nostálgico gesto columpiándose travieso sobre mis labios, manoseando los bellos recuerdos teñidos de arena y de cloro, regodeándose en la hermosa expresión de esos rostros bronceados y juguetones. Mucho más mayores... mis chiquitines... Ahora que se han terminado las vacaciones los echaré de menos... Al menos al principio. O aunque sea un poco. No puedo negar que siento un cierto alivio que procuro no pronunciar muy alto para que la culpa, pérfida dama que olfatea la más insignificante de las brechas para pervertir mi mente, no se despierte y me tilde de criminal. Delincuente por desear estar a solas o que sean otros quienes ocupen algunas de sus horas; malhechora por querer quererlos a estos hijos algo lejos. Aunque tal vez este sentimiento forme parte del trato que he firmado como madre y, en el fondo, deba aceptar el vivir dividida, imbuida de ese código del «contigo pero sin ti»... Tal vez sea necesario lo segundo para consentir lo primero o puede que sean condiciones inseparables. Tal vez tenga pleno derecho a ansiar el arribo de esa rutina que retoza por los pasillos atestados de mochilas y de libros y de pensar en disponer de tiempo para mí sin culparme. Tal vez no debería olvidar nunca, ni siquiera en este instante, que debo ser persona además de madre. Y creo que, por ser lo primero, una vez más, sabré perdonarme.

 

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lidia

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