El ginecólogo ha puesto cara de fastidio. Puedo estar echando tapón mucoso durante días y días. El cuello está cerrado. No hay parto, todavía. Vuelta a casa. Mi adorada pareja me anima. Dos días después comienzan las contracciones. ¡Ahora sí! Me digo. Por fin. Si me acuesto parecen desaparecer, pero si comienzo a andar, van y vienen como las olas de la playa. Unas duran más y otras apenas nada. Preparo de nuevo todo: la bolsa del bebé, útiles de aseo, las zapatillas, el cargador del móvil, la cartilla maternal… Llamo a mi madre, mis amigas y mi hermana. El mensaje es claro: me voy al hospital, tengo contracciones seguidas. Mi marido está nervioso, yo ilusionada, bueno, asustada.
En urgencias, el aire de la madrugada me destempla. El doctor tarda en bajar. La enfermera me tranquiliza, ella cree que no estoy de parto. Diez minutos más tarde escuchó al doctor con su sentencia negativa. No hay parto y mi marido baja los ojos al suelo.
Ya en casa, rodeada de toda la corte de amigos y familiares, se me escapan las lágrimas. Un centímetro, ¡sólo un escaso y torpe centímetro! Al atardecer, durante tres horas, una escasa mancha roja, previsible, en el papel al limpiarme y una tanda de contracciones irregulares, diminutas, medianas, algunas grandes y nada más.
Mañana hago 40 semanas y 6 días. Hoy de nuevo aparecen las contracciones. Mi marido trabaja. Desde las nueve de la mañana, ahora es la una, llevo anotada la frecuencia de las contracciones. Me duele bastante. Una bola de hierro parece incrustada en el pubis. Es molesto. Miro el folio, al principio venían cada seis minutos, luego cada cinco, después cada siete, ahora cada diez y desaparecen. Nada, sólo la incómoda y dolorida sensación ahí abajo. La espalda me molesta. Rompo el folio. ¡Maldita sea! Relájate, me repito, toca esperar.
Esta noche de nuevo comienza la función. Me levanto a andar por la casa, él duerme. Esta vez no ceden y además duran más. Lleno la bañera. Allí dentro el dolor se aplaca, la tranquilidad me envuelve como la espuma. Miro el reloj, cada cuatro minutos, de forma regular.
Tres horas después, sin hacer ruido, preparo, rezando, todo de nuevo y lo dejo junto a la puerta, antes de despertarlo. Las contracciones son frecuentes y fuertes. Qué pinchazos más extraños ahí dentro.
En urgencias las palabras de la joven doctora me parecen mágicas: tienes tres centímetros, estás de parto.
Resumiendo, a excepción de signos de alarma como sangrado, cefaleas intensas, rotura de bolsa de las aguas u otros signos, se debe acudir al hospital cuando las contracciones:
Ten paciencia y espera, tu cuerpo te dirá cuándo debes marchar.
El ginecólogo ha puesto cara de fastidio. Puedo estar echando tapón mucoso durante días y días. El cuello está cerrado. No hay parto, todavía. Vuelta a casa. Mi adorada pareja me anima. Dos días después comienzan las contracciones. ¡Ahora sí! Me digo. Por fin. Si me acuesto parecen desaparecer, pero si comienzo a andar, van y vienen como las olas de la playa. Unas duran más y otras apenas nada. Preparo de nuevo todo: la bolsa del bebé, útiles de aseo, las zapatillas, el cargador del móvil, la cartilla maternal… Llamo a mi madre, mis amigas y mi hermana. El mensaje es claro: me voy al hospital, tengo contracciones seguidas. Mi marido está nervioso, yo ilusionada, bueno, asustada.
En urgencias, el aire de la madrugada me destempla. El doctor tarda en bajar. La enfermera me tranquiliza, ella cree que no estoy de parto. Diez minutos más tarde escuchó al doctor con su sentencia negativa. No hay parto y mi marido baja los ojos al suelo.
Ya en casa, rodeada de toda la corte de amigos y familiares, se me escapan las lágrimas. Un centímetro, ¡sólo un escaso y torpe centímetro! Al atardecer, durante tres horas, una escasa mancha roja, previsible, en el papel al limpiarme y una tanda de contracciones irregulares, diminutas, medianas, algunas grandes y nada más.
Mañana hago 40 semanas y 6 días. Hoy de nuevo aparecen las contracciones. Mi marido trabaja. Desde las nueve de la mañana, ahora es la una, llevo anotada la frecuencia de las contracciones. Me duele bastante. Una bola de hierro parece incrustada en el pubis. Es molesto. Miro el folio, al principio venían cada seis minutos, luego cada cinco, después cada siete, ahora cada diez y desaparecen. Nada, sólo la incómoda y dolorida sensación ahí abajo. La espalda me molesta. Rompo el folio. ¡Maldita sea! Relájate, me repito, toca esperar.
Esta noche de nuevo comienza la función. Me levanto a andar por la casa, él duerme. Esta vez no ceden y además duran más. Lleno la bañera. Allí dentro el dolor se aplaca, la tranquilidad me envuelve como la espuma. Miro el reloj, cada cuatro minutos, de forma regular.
Tres horas después, sin hacer ruido, preparo, rezando, todo de nuevo y lo dejo junto a la puerta, antes de despertarlo. Las contracciones son frecuentes y fuertes. Qué pinchazos más extraños ahí dentro.
En urgencias las palabras de la joven doctora me parecen mágicas: tienes tres centímetros, estás de parto.
Resumiendo, a excepción de signos de alarma como sangrado, cefaleas intensas, rotura de bolsa de las aguas u otros signos, se debe acudir al hospital cuando las contracciones:
Ten paciencia y espera, tu cuerpo te dirá cuándo debes marchar.
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