Querida Dafne:
De todas formas, querida Dafne, lo que sí que puedo tratar de describirte es aquella escena, lo que en aquel lugar sucedió cuando decidiste deslizar todo tu cuerpo fuera del mío:
Tu papá me apretaba con fuerza mi mano derecha y aquel buen equipo de mujeres profesionales me animaba en mi sufrimiento y, de repente, vi aparecer la totalidad de tu cabecita y tras ella, todo tu cuerpecito. Mientras escribo estas líneas, me estoy emocionando tanto, mi niña, que las lágrimas empañan mis ojos y me obligan a hacer un alto en el escrito…
Continúo:
Una de las matronas me mostró tu cuerpo desnudo y, sorprendentemente, bastante limpio. Tus piernecitas, suspendidas en el aire, se balanceaban. Separaron tu cuerpo de mi entrepierna y te acercaron cuidadosamente a mi pecho, y ahí, justo ahí, noté esa sensación que soy incapaz de explicar.
Como si de una ranita te tratases, te acoplaste sobre mí. Te miré. Tu carita, perfectamente moldeada, tus ojitos cerrados, tu boca haciendo burbujitas de saliva, tu piel limpia, rosa, suave.
Parecías una muñequita de porcelana. Noté tu calor. Me emocioné. Y abrazándote, miré a papá y le dije: “Aquí tienes el regalo que te he estado preparando”.
Él te acariciaba.
Hubo que separarte de mí pues la dificultad del último tramo del parto supuso una pequeña pérdida de tu bienestar. Te realizaron ahí mismo, a mi lado, algunas pruebas mientras yo permanecía tendida en la cama y papá se mantenía a tu vera sin moverse.
Las doctoras decidieron que lo más conveniente sería llevarte a la sala de observación y antes de eso, te volvieron a poner sobre mi pecho. Te acaricié y confié en ti. Emanabas frescura, ganas de vivir. Sabía que todo iba a ir bien. Sabía que eras una niña valiente, triunfadora.
Dejé mi preciosa tripa de embarazada en la vitrina expositora de aquel paritorio. Colgué de la percha unos cuantos kilos. Arrojé al cubo de desperdicios el dolor, la incertidumbre y las contracciones uterinas y del esófago. Vertí al desagüe los litros de vómito verde. Y salí de allí con algunos puntos de sutura, un agotamiento extremo, una debilidad inoportuna y la enorme satisfacción de haber creado mi primera obra de arte. Una obra maestra.
Por el pasillo, delante, tú en tu cunita hospitalaria y papá a tu lado. Detrás, yo sobre mi cama empujada por una celadora amable.
En ese mismo momento me prometí que papá y yo nunca jamás estaremos delante de ti, para no taparte el descubrimiento de este mundo, y nunca jamás estaremos detrás de ti, por si no
llegamos a tiempo para ayudarte. Desde entonces y para siempre, querida Dafne, permaneceremos a tu lado. Para todo y en todo. Nunca caminarás sola.
Querida Dafne:
De todas formas, querida Dafne, lo que sí que puedo tratar de describirte es aquella escena, lo que en aquel lugar sucedió cuando decidiste deslizar todo tu cuerpo fuera del mío:
Tu papá me apretaba con fuerza mi mano derecha y aquel buen equipo de mujeres profesionales me animaba en mi sufrimiento y, de repente, vi aparecer la totalidad de tu cabecita y tras ella, todo tu cuerpecito. Mientras escribo estas líneas, me estoy emocionando tanto, mi niña, que las lágrimas empañan mis ojos y me obligan a hacer un alto en el escrito…
Continúo:
Una de las matronas me mostró tu cuerpo desnudo y, sorprendentemente, bastante limpio. Tus piernecitas, suspendidas en el aire, se balanceaban. Separaron tu cuerpo de mi entrepierna y te acercaron cuidadosamente a mi pecho, y ahí, justo ahí, noté esa sensación que soy incapaz de explicar.
Como si de una ranita te tratases, te acoplaste sobre mí. Te miré. Tu carita, perfectamente moldeada, tus ojitos cerrados, tu boca haciendo burbujitas de saliva, tu piel limpia, rosa, suave.
Parecías una muñequita de porcelana. Noté tu calor. Me emocioné. Y abrazándote, miré a papá y le dije: “Aquí tienes el regalo que te he estado preparando”.
Él te acariciaba.
Hubo que separarte de mí pues la dificultad del último tramo del parto supuso una pequeña pérdida de tu bienestar. Te realizaron ahí mismo, a mi lado, algunas pruebas mientras yo permanecía tendida en la cama y papá se mantenía a tu vera sin moverse.
Las doctoras decidieron que lo más conveniente sería llevarte a la sala de observación y antes de eso, te volvieron a poner sobre mi pecho. Te acaricié y confié en ti. Emanabas frescura, ganas de vivir. Sabía que todo iba a ir bien. Sabía que eras una niña valiente, triunfadora.
Dejé mi preciosa tripa de embarazada en la vitrina expositora de aquel paritorio. Colgué de la percha unos cuantos kilos. Arrojé al cubo de desperdicios el dolor, la incertidumbre y las contracciones uterinas y del esófago. Vertí al desagüe los litros de vómito verde. Y salí de allí con algunos puntos de sutura, un agotamiento extremo, una debilidad inoportuna y la enorme satisfacción de haber creado mi primera obra de arte. Una obra maestra.
Por el pasillo, delante, tú en tu cunita hospitalaria y papá a tu lado. Detrás, yo sobre mi cama empujada por una celadora amable.
En ese mismo momento me prometí que papá y yo nunca jamás estaremos delante de ti, para no taparte el descubrimiento de este mundo, y nunca jamás estaremos detrás de ti, por si no
llegamos a tiempo para ayudarte. Desde entonces y para siempre, querida Dafne, permaneceremos a tu lado. Para todo y en todo. Nunca caminarás sola.
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