Ese primer revés


Mis ojos parecen vendados y las manos, como si estuvieran atadas, permanecen inmóviles tras la espalda. Las piernas me tiemblan encogidas sobre las cenizas ardientes de la impotencia. Y los labios, apretados, me escupen improperios por dentro porque no hay palabras que le puedan ofrecer algún consuelo. El miedo discurre libre por el cuello de mi camisa y me empapa el rostro, desencajado y aturdido, mareado por haber topado con lo que no quería. Las lágrimas, que no quiero verter, torbellinos de agua seca e impía, buscan refugio en alguna parte lejos de aquí, pero no lo encuentran. Se me ha paralizado el cuerpo y también la mente.

Me siento rota. Así, de esta manera, nunca quise verle. Pálido, herido, hundido y absorbido por el pensamiento que lucha, como puede, para hallar una respuesta que explique un absurdo que explicación no tiene. Y le veo, cabizbajo, con la mirada perdida, llorando porque le han decepcionado. Su primera, profunda, puñetera decepción ha hecho acto de presencia. Y lo peor es que no será la última.

No puedo evitar que se me parta el corazón; que quiera aullar contra el viento, poseída por la rabia y el desaliento. No puedo evitar el deseo de batirme en duelo con quien sea que haya extirpado la ingenua sonrisa de su boca y, en su lugar, haya sembrado el recelo. No puedo evitar el efímero anhelo de venganza contra la causa de su sufrimiento. Ese agrio zarpazo del desengaño dibujado en su cara resulta demasiado provocador... No, no puedo evitar que me duela descubrir su alma tiritando porque sus sentimientos se los han echado por tierra, porque se siente traicionado por quien amaba o porque ese amigo en realidad no lo era. Y tampoco puedo evitar que me paralice la sola idea de que evitarlo jamás estará a mi alcance; de que, de las cosas de la vida, no puede defenderle ni siquiera su madre.

Se me escurren por entre los dedos los años y, con ellos, voy perdiendo también el control. Este pequeño, mi pequeño, cada vez pertenece más al mundo con sus idas y venidas, con sus golpes y porrazos, con sus insolencias y con todas sus maravillas. Y cada vez menos a mí. Cada día crece el dominio de su existencia y cada día soy menos parte de él. Seré su faro izado entre las nieblas; seré su luz inextinguible día y noche; seré el sostén que atienda paciente su reclamo; seré el consejo, el auxilio, el abrazo, el silencio que halle si lo busca; seré el puerto donde podrá siempre amarrar su barco... y lo seré siempre que él lo quiera. Pero ahí fuera tendrá su vida. De hecho, ya la va teniendo cada día con más fuerza.

Primero fuimos su padre y yo, la familia, los primos, los amigos. Llegó la escuela y con ella los profesores, los compañeros y algunos conocidos. Después se sumaron las actividades y otro sinfín de relaciones nuevas. Su universo fue engrosando sin apenas darnos cuenta y, así también, su independencia y los espacios huecos en los que yo no podía estar presente. De cualquier posible daño solo él podría protegerse... Pero nunca quise pensar en ello demasiado. Era plenamente consciente de que, antes o después, le alcanzarían los dardos y las flechas. Sabía que se tropezaría con conflictos propios de su edad y que, al afrontarlos de la forma que fuese, crecería. Confiaba en que así sucediera, en que, poco a poco, paladearía las porciones corruptas que te enchufan los pies a la tierra y te brindan los recursos para lidiar con los trances de la cruda realidad. Esperaba que se le abrieran los ojos y aprendiera así a manejar el timón de su propia barca. Y, en mi cabeza, la teoría sonaba bastante convincente.

Pero todo es diferente cuando te topas de frente con su expresión desaliñada y su corazón magullado, impaciente y esperanzado, ávido de cualquier justificación que dé sentido al desengaño. Cuando se muere por dentro por escuchar lo que sea que haga comprensible esa traición.

Y yo, petrificada ante semejante afligido cuadro, con el gesto menguado y pendiente de un hilo, intento convencerle de que no importa, de que será fuerte, de que habrá otra gente que aprecie sus cosas buenas, de que ellos se lo pierden. Procuro hacerle entender, en el humilde idioma infantil, que el mundo a veces es grosero y sucio, que nos hieren a menudo sin quererlo y que, depende de nosotros curar nuestras heridas y hacernos más fuertes. Le cuento, sin esperar que lo entienda, que de todo lo malo siempre sale algo positivo; que con esta triste experiencia aprenderá a caminar con cautela, a distinguir los verdaderos amigos, a dejar a un lado lo dañino y a rodearse de cosas bellas.

Y me percato de que él solo quiere saber qué ha hecho mal para que ya no le quieran... Le hablo como a un adulto y todavía es un crío... un chiquillo expuesto a la desilusión por vez primera; una criatura forzada a dar cara a los reveses de la vida. A desplegar todos los recursos que su fragilidad consiente para digerir el dolor. A crecer. Inevitablemente. Y sé que de ello no puedo protegerle. Por eso me pregunto si, al menos, seré capaz de infundirle energía positiva, coraje y fortaleza suficientes que nutran su alma mientras viva. Ojalá pueda, ojalá logre hacer de él una persona segura de sí misma. Para que cuando crezca, mientras crece, a pesar de las batallas que presenciaré y todas las que probablemente no contemplaré ni conoceré, nunca, nunca, pierda mi niño la sonrisa.

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