Niña perdida


Suena el despertador y suena la alarma. Hay días en que, desde el minuto cero, la falta de calma se apodera de mis horas y de cada pensamiento que consigo exhalar al compás de mis suspiros. Recito un poema que no rima y mis versos se enredan en un trabalenguas que no dice casi nada. Me visto, le visto, desayuno como puedo, cojo las llaves y salgo. Y cuando entro lo hago corriendo, tantas veces gritando porque nada está donde debería, porque estoy cansada de verlo todo desarreglado y de que el desorden sea como un inquilino mal avenido en mi propia casa.

Hay algunos días en los que me desborda la vida y hasta yo misma me reboso. Me arrastro esputada por la rutina del trabajo y alcanzo la puerta con el temple desaliñado. Intento, como puedo, mantenerme serena y guardar el equilibrio malherido en un campo de batalla que se me antoja demasiado extenso; lograr proteger y educar a un niño y que, además, esté todo en su sitio. Si además resta un diminuto espacio para mis propias cosas lo cierto es que ni me quedan ganas. Siento que soy esclava de las horas que vuelan y que se me empapelan alrededor del cuello. Me lamento porque no encuentro a quien prometía que sería pura ternura y atención. Soy presa del agotamiento. Soy cautiva de una mente exigente que nunca queda satisfecha porque siempre hay algo que hacer, algo que ordenar, algo que recoger, algo que preparar… Soy prisionera de la barbarie de la corrección continua, de la advertencia incansable, de la paciencia que se merma, de la amenaza incesante porque nada encaja o porque sus diabluras me lo ponen todo patas arriba. Esos días siento el cerco de mis huesos entumecidos ante tanto deber y tanta exigencia. Y casi ni me doy cuenta de que no soy perfecta.

En medio de ese vaivén desquiciado que me distrae con mil historias, escucho su vocecita resbalando por el borde de una brisa que se escapa por la ventana. Me pide esto y aquello, reclama mi presencia, reivindica el momento de diversión junto a su madre mientras esa madre se extingue en el fango de las infinitas tareas. Para jugar no tengo tiempo. La parte adulta y responsable, desquiciante algunas veces, ha vertido en mis entrañas sus inflexibles esquemas y teoremas de cómo tienen que ser las cosas; ha entumecido la espontaneidad que un día tuve y el carpe diem; ha corroído la soltura que se disfraza de locura y que te consiente improvisar; ha exagerado la cordura de la que presume y me ha hecho ir contra corriente. Hay días en los que pesa tanto su tiranía que no fluyo con la vida. Y desaprovecho tantos instantes de los que me ofrece. Porque las cosas tienen que hacerse.

Y de pronto me percato de que ahí lo tengo, tan frágil, tan humano, tan gracioso, tan especial, tan mi niño. Se me congelan los músculos y todo movimiento. Se paraliza casi el tiempo. Es la suya una imagen tan vívida que hace irreal mi propia existencia. Concentrado en su propio mundo, en un universo en el que cualquier cosa es posible, garabatea, recorta y pega. Colorea siguiendo el ritmo de su imaginación. No existe el mañana, no hay límites ni metas. Su carita luce hechizada por una fantasía que no deja de latir. Arroja formas, trazos y hasta seres que inventa. ¿Por qué no podrían existir? Me maravilla su entusiasmo y la fuerza con que succiona el hechizo de ese instante. Y si le propusiera volar a la luna esta tarde, aplaudiría emocionado. No cuenta las horas ni los segundos; no mira el reloj porque ni siquiera le importa. Discurre por las lindes de la realidad empachado de armonía. Y cuando me mira no puedo evitar sonreír. Ni afligirme por lo que me estoy perdiendo.

Por eso, quiero aprender a relajarme y hallar un oasis en el que aprovechar el presente un poco más. Quiero atreverme a conceder un descanso, de vez en cuando, a tantas de esas obligaciones que podrían esperar y, así, atender lo verdaderamente importante. Quiero arrojar a los confines del Universo esa rigidez que no sabe cambiar de planes y que pretende que todo sea perfecto y cuanto antes. Quiero recordar que, si no me detengo en el momento que tengo, puedo extraviar también su infancia. Porque no volverán esos ojitos tiernos a  resplandecer como lo hacen exactamente ahora; no regresará esa peculiar forma de hablar; no tendré jamás de nuevo el indulto de su inocencia…de esa que te perdona aunque tu presencia esté más bien ausente. Y es que necesita no solo verme, si no estar conmigo. Así que, quiero fluir con el torrente de la vida y pensar que hoy es el futuro que nos aguarda; librarme de la tiranía que me lleva de un lado a otro sin freno ni parada de emergencia; deshacerme de esa venda que me oculta cómo crece de rápido; extinguir hasta la última gota de este cáliz único de su niñez.

Quiero ser capaz de dejar de hacer todo lo que se supone que tengo que hacer y sentarme a su lado para hacer un puzle, colorear un príncipe o cantar una canción de piratas. Quiero disfrutar de él. Quiero sostener su mano entre las mías y preguntarle si prefiere la luna o las estrellas; escuchar con avidez sus historias de malos y buenos; de unicornios que bailan en el arcoíris y de titanes que escupen fuego. Quiero tocar su pelo como si fuera la primera vez y abrazarle aunque no quiera. Y pensar en qué poco importa si los juguetes están esparcidos por el suelo o que el mundo no se acaba si dejo el resto para mañana. Quiero apartar la vergüenza de mi alma y vivir intensamente ese momento. Saltar a la pata coja, hacer muecas con la boca, fingir ser un leopardo, construir casitas de plastilina y hasta un tractor. Quiero inventarnos cuentos y ser una reina. O una bruja de extraños ungüentos. Quiero sorprendernos con el movimiento de los dedos de los pies y agitarlos al mismo tiempo. Reír. Preocuparme mucho menos. Devorarme la vida como cuando era cría. Quiero ser por un intenso lapso de tiempo libre del agarrotamiento que me paraliza si las cosas no son ni están como deberían. Quiero descubrir por fin que nadie es perfecto y que la imperfección comienza en mí misma. Quiero perdonarme por ello; perdonarla severidad de mis propias expectativas, la dureza con que juzgo mis actos y, en consecuencia, también los suyos. Quiero reparar en cuántas horas estoy desperdiciando procurando satisfacer un ideal de excelencia casi inhumano y en cómo lo que va, ya no vuelve.

Quiero advertir los barrotes invisibles de esa jaula sin encanto que me atora el pecho derritiéndolo y evaporándolo; partir en dos esta coraza que me arrastra por el día como esclava de sus ordenanzas y dejar a un lado, al menos un poco, la adulta que la sostiene. Quiero romper las cadenas de esa cumplidora, juiciosa, consciente, sensata persona que me instiga a no parar, a seguir, a no detenerme, a no distraerme. A no jugar. Quiero grabar en mi mente a fuego la necesidad de de darme una tregua, de tomar aire puro y abrir mi corazón a la magia que impera en el mundo de Peter Pan. Y quiero más. Quiero saborear la amplia sonrisa que luce hoy mi niño, todas esas ocurrencias suyas que quizá debería apuntar o los dibujos en los que pinta mi pelo de azul, las canciones que entona con palabras a medio hilar, sus gracias, esas lindezas que un día desaparecerán en el reino de la madurez y llegarán a su fin. Quiero alzar mi vuelo junto al suyo, aventurarme a su lado y dejar de ser mayor por un momento. Y es que hay días que me piden a gritos que rescate a la niña que fui.

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