Tu lado oscuro


depresión pospartoRepta por tu esqueleto, con el sigilo de una bestia versada en dar caza a esas horas de la noche. Deja rastro impunemente en el tono de tu voz; como si no le importara que le persiguieran; como si fuera más grande que cualquiera. Por eso vas hablando cada vez más alto. Aguarda el momento oportuno para atacarte con toda su fuerza y lo hace con discreción y hasta con indiferencia. Se aprovecha de la corriente de tu sangre cada vez más inquieta; de tu pulso siempre más acelerado; de ese cansancio que se te va desorbitando. Sonríe satisfecha como si la presa, que eres tú, estuviera ya desangrándose entre sus zarpas, forcejeando, dispersando toda su energía; derramando el cáliz de una vida que se le escapa. Sabe que las horas pasan y que con ellas se irá abriendo la puerta de un abismo en el que podrá esparcir su cólera y su rabia. A través de ti. Se relame como si fueras un manjar y finalmente te convence de que dar rienda suelta a improperios y a pensamientos indignos es el mayor consuelo para tus penas y desesperación. Cabalga por tu pecho diciéndote que si te abandonas entre sus garras aliviarás tu impotencia; de que te sentirás mejor si explotas. E irrumpe con toda su fiereza cuando ya no puedes más.

Es la bestia que se oculta tras la cortesía y la corrección; la que despierta cuando la entereza da un portazo y abandona tu alma; cuando la profunda extenuación se hace dueña de tu casa; cuando el desvelo deshace las maletas y ocupa tu cama. Es ese lado oscuro que ha escapado siempre a tu consciencia hasta este instante en que has viajado allende tus propios límites. Y se alza en la madrugada. Invade tu cuerpo cedido y convulsionado; estremecido porque no sabe cómo acallar el llanto de ese pequeño recién nacido; cómo entender las señales de su voz agarrotada; cómo conseguir descansar aunque sea un poco. Te miente porque flaqueas y te cuenta que ya no hay nada que puedas intentar; de que lo has probado todo; de que eres tan humana como tu bebé; de que tú también importas. Y te obliga a mirarlo casi con desprecio, porque te está arrebatando la fuerza; porque te está devorando por dentro; porque te está agotando la paciencia. Ese pequeño, te dice, es la causa de que ya no sientas ni padezcas; de que tan solo busques tu lecho; de que ya no te queden ganas para nada.

Y así alcanzas las tres o las cinco de la mañana, enfundada en los engaños de esa parte de ti feroz e impetuosa, violenta e irracional; escuchando las groserías de un universo que se ha zampado la razón y la sensatez; sucumbiendo a la fatiga y a la falta de lucidez. Por eso gritas, por eso piensas esas cosas horribles; por eso te atraviesa el pensamiento de que no estás hecha para ser madre; de que dónde demonios te has metido. Te duele tanto… Y desesperas, te abandonas a una imaginación confusa y dejas que ese monstruo, que es tuyo, coja las riendas. Te das hasta miedo porque ya no sabes dónde tienes la cabeza y te confías al sostén de tu cordura. Pero chillas igualmente; contra el mundo; contra tu chiquillo; contra lo que hace que todo sea tan difícil; contra ti misma por ser tan incompetente. Y así te descubres en medio de un caos vergonzoso; de sus llantos; de los tuyos; del horror de la falta de ideas. No te habían dicho que los principios podían ser así de duros. Y sigues dándole vueltas, esforzándote en concebir esa pócima que arroje un poco de luz a tus tinieblas. No es hambre; no es sed; no son aires en su barriga; no es fiebre; no es que necesite otro pañal; no es que precise tu compañía; no es nada de lo que puedas alcanzar a entender, porque nada le consuela. Y quieres estallar. Y cuando has reventado en mil pedazos; cuando te percatas de que tu bebé se ha asustado porque perdió la mano que aferraba la suya en medio de las olas; cuando ves que te busca desesperado y solo encuentra a ese ogro que has liberado… lloras. Te deshaces en lágrimas, en más si cabe todavía, y entonces la fiera que te había poseído se desvanece dejándote desnuda, vacía, rota, triste, helada; dejándote sola. Más sola que nunca. Y, aunque de esta afrenta has salido victoriosa, expuesta ante esos pequeños ojos desgañitados, aterrados, descompuestos que te miran reclamando tu abrigo, solo quieres morir.

Y te mata la culpa. Te fustigas por no haber sido capaz de mantener la calma; por no haber sabido comprender las necesidades de tu hijo; por no haber sido una madre tierna, equilibrada y sabia. Te oprimen los insultos que se desbordan por las ranuras de tu alma recordándote lo mala que eres; repasando cada detalle de tu falta de juicio; de la incompetencia que has demostrado en todas esas horas que has pasado levantada intentándolo sin éxito alguno. Se te desencaja la cara al pensar que, al fin y al cabo, has sido tú, al borde del abismo, quien ha atemorizado a ese pequeño frágil e indefenso que tan solo pide tu cariño. Te detienes entonces en sus rasgos blandos; en sus manitas inquietas que siguen buscando las tuyas; en su diminuta boca de labios esponjosos que te recuerdan a alguien; en ese cuerpecito blando que cabe casi en un zapato. Y por eso te injurias, porque por un momento le dejaste huérfano y a merced de la nada. Porque en tu ausencia, en presencia de esa bestia en que te habías convertido, tú no estabas. Has arañado la puerta como has podido para no ser para siempre prisionera de tu lado oscuro; para blandir la espada triunfante en ese lúgubre campo de batalla en que se ha trasformado tu corazón. Y lo has conseguido. Pero, en este triunfo, en esta victoria ataviada de escarcha, te envuelve el sabor salado de unos suspiros que no cesan ni recuerdan cuál ha sido la recompensa. Has luchado contra ti misma y ese inofensivo pequeño, que ya no llora, es el más inocente de tus testigos.

Buscas entonces excusas y todas te sugieren que no has sabido hacerlo mejor; que la próxima vez será diferente; que ya está hecho; que lo peor ya ha pasado. De hecho la tensión se va esfumando. Como lo han hecho tus fuerzas. La calma que sigue a la tempestad, te dices. Y le pides perdón con un manto de carantoñas. No comprende tus palabras, tan solo el empacho de besos con que le arrollas; el torrente de caricias que resbalan por su frente y que acaban sujetando sus mejillas con las palmas de tus manos. Pasan los minutos que no cuentas y te apoyas en la almohada intentando acomodar tus huesos fatigados que no hayan postura. Y los suyos junto a los tuyos. El alba asoma por las rendijas de la persiana de esa habitación que, hace apenas unas horas, se te antojaba un foso desamparado, alejado de la mano de cualquier dios y de toda misericordia. Era como un limbo. Pero ya estáis en casa. Bostezas y también lo hace él. Sus ojitos se han sellado como por arte de magia; con el placer de quien lee la última palabra del último capítulo de un libro; como quien ha desvelado el misterio; como quien ha hallado la salida. Tus párpados pesan, tu mente se aquieta. Se te desprende de la camisa la culpabilidad que te exprimía y olvidas también tus pecados. Tus músculos se sumen en el laxo flujo de un cierto sueño y escuchas el suave ronquido que despide su extenuada garganta… El pobrecito no puede ni con las tabas. Y tú tampoco con las tuyas. Estáis agotados, exhaustos, amparados por la estampa de unos llantos que por fin se han sofocado. Solo resta la lumbre casi extinta que confirma que el combate ha finalizado. Has derrotado las zarpas sombrías que te acechaban.

Resucitáis en un somnoliento abrazo que lo dice todo; que lo perdona todo. Tus latidos lo adormecen. Su respiración te hipnotiza. El tacto de su estrecho cuerpo aferrado al tuyo ahora te consume de amor. De tanto amor. Y piensas en que por él darías la vida. Por él desafiarías ejércitos de bandidos y también de dragones; reventarías los muros más inaccesibles con el estrépito de tu ira y a quien osara esgrimir amenazas contra tu criatura… Lucharías contra viento y marea, y contra la indestructible mano de la naturaleza… Irías al fin del mundo. Descenderías, a pesar de tus temores, al yerto dominio del mismo infierno. Aunque supusiera mirarte en el espejo y hacer frente a la bestia que regenta tu lado más oscuro.

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